Is 55,10-11; Sal 64; Rom 8,18-23; Mt 13,1-23
¿Qué tierra seremos nosotros, tú y yo? ¿La dureza del borde de un camino?, ¿un puro pedregal?, ¿una llanura de zarzas?, ¿tierra buena? Porque, parece, es algo que se nos ha dado. ¿Qué hacer si somos un terreno en el que no crecen sino zarzas, o un serial de piedras, o se nos ha dado no ser sino preparación del asfalto? ¿Será nuestra la culpa?, ¿ocurrirá, simplemente, que somos la naturaleza que se nos ha dado, que Dios nos ha ofrecido? Y ya está, de este modo no tendríamos más que plañir la mala pata de lo que se nos ha concedido en suerte, pues no tendríamos culpa de nada de eso que somos.
¿Es verdad? Mas ¿quién ha dejado que crezcan las zarzas hasta convertirse en terreno enmarañado e imposible? Las zarzas, cuando todavía estamos en primavera, sabiendo cuáles son, se quitan de manera sencillísima: tomándolas del talle con cuidado, salen con una facilidad pasmosa, sin dejar rastro ni raíz, de modo que el campo queda preparado para recibir la simiente. ¿Tierra pedregosa? Quizá, pero ¿no has visto los lugares en que con los pedruscos
construyen muretes de separación, dejando que crezca la hierba y el grano en toda su pureza? El borde del camino tiene peor arreglo, es verdad. Vemos, pues, cómo en una medida importante el que salga la semilla plantada y crezca con esplendor, hasta recoger el fruto, puede depender de nosotros. ¿Será, por ello, que nos hemos convertido en sostenedores de nuestro obrar meritorio, en partidarios de las obras que san Pablo contraponía de manera tan violenta a la gracia? No, claro que no, pero sí podemos escuchar la palabra buscando entenderla. Escucharla con cuidado y alegría, dejando que crezcan sus raíces. Escucharla, sin dejar que los afanes de la vida y la seducción de las riquezas nos ahoguen. Escuchar la palabra. Explorar para entenderla. Qué hermosura. El Señor Jesús en su parábola del sembrador nos incita a que limpiemos nuestro campo, a que escuchemos la palabra sembrada, a que busquemos entenderla, a que nos dejemos hacer y moldear por ella. A que seamos tierra en la que cae la semilla de su palabra y dé fruto en nosotros. Así, vendrá sobre nosotros la suave lluvia y la mansa nieve de su Espíritu y fecundará nuestra tierra, de modo que la palabra del Señor no vuelva vacía, sino que hará su voluntad y cumplirá su encargo, como nos anunció el profeta Isaías.
De este modo, y la parábola de la siembra nos ha servido de metáfora, la creación entera, expectante, aguarda lo que nosotros hagamos, de manera que con nosotros se dé la plena manifestación de los hijos de Dios. Porque la segunda lectura, tomada del capítulo 8 de la carta a los romanos, es de hermosura resplandeciente. Recordad a san Francisco predicando a pajarillos y al agua cantarina de los riachuelos. Porque, aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios, la creación entera espera de nosotros para ser liberada de la esclavitud de la corrupción, y entrar con nosotros en la libertad de los hijos de Dios. Poseemos las primicias del Espíritu, por lo que gemimos en nuestros adentros, aguardando la redención de nuestros cuerpos. Escuchemos la palabra sembrada en nosotros, dejemos que crezca en nosotros, preparemos la tierra en donde pueda desarrollarse sin trabas, y ayudemos a todas las criaturas de la creación a que, con nosotros, alaben también a su Señor.