Ap 11,19a, 12,1,3-6a; Sal 44; 1Cor 15,20.27a; Lu 1,39-56
La Gloria de Dios, presente en la nube, guiaba al pueblo elegido. Ahora encontramos a la Gloria de Dios presente en la carne de una joven virgen. Y esa Gloria se hace carne en ella: Jesús, el Hijo. No su hijo, lo cual es obvio, y está lleno de promesas, sino el Hijo, el Hijo de Dios, el anunciado por el ángel, quien nació en la obscuridad de la noche en Belén, quien, llevado por sus padres, huyó, quien tuvo una vida escondida en Nazaret. Quien, luego, junto a María su madre, en Caná, hizo su primer signo; quien, al final, junto a la cruz en la que estaba clavada la carne del Hijo, fue dada al cuidado del joven discípulo. Ahí tienes a tu madre. Quien vio salir del costado herido sangre y agua, el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía que alcanzan la presencia del Espíritu de Dios en nosotros, su Iglesia. Pues bien, ahora vemos que la Gloria de Dios la retoma para llevarla junto a sí, al cielo. Su carne bendecida no podía terminar en el vacío de la podredumbre. ¿Qué?, ¿habría sido todo una vana ilusión que terminaba en la pura nada? ¿Todo lo nuestro sería una virtualidad imaginativa que termina con el vacío final de la muerte? ¿Será nuestra vida como un embudo, un cono que termina en el vértice sellado, sin posibilidad de más allás? ¿Qué sería, pues, la vida de María, el he aquí la esclava del Señor, el llena de gracia, el ahí tienes a tu hijo, la presencia con los apóstoles en el Cenáculo, orando y esperando la figura del Resucitado? ¿Vanidad, palabras bonitas con las que nos reconfortamos por un poco, antes de caer en la negrura de la nada? Qué Dios más raro sería. Hablando y hablando, llenándonos de sus palabras y luego… la inexistencia de la nada.
El paso de María por el terreno de la muerte, la madre de Jesús, y también nuestra madre, Madre de la Iglesia, muestra las arras de lo que será nuestra propia muerte; de que tras ese paso, sendero de Pascua por la fuerza de nuestro Redentor y Salvador, también nosotros, por acción de la pura gracia, tendremos un lugar junto a la Gloria. Porque, entonces, también en nosotros, por su sola gracia, transparentará la Gloria de Dios. Pues bien, tras Jesús, el Resucitado, ahora vemos a María, su Madre Virgen, ascender a lo alto de los cielos, para ir a donde le corresponde, a ella la-llena-de-gracia, junto a la Gloria del Dios Trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para gozar de una Presencia que será definitiva. En la Salve rezamos aquello de en este valle de lágrimas, pues bien, ahora, en las alturas del monte santo, donde reside el fuego del Amor, será el lugar de la esperanza cumplida, allá a donde nos conduce nuestra fe, arrecogida por su gracia, fe en el Hijo, fe en quien, en su carne visible, muestra al Invisible. Lugar en donde la Presencia del Amor nos llenará con su caridad. Pues bien, María, la llena-de-gracia, está ya en aquel lugar trinitario, sin demora, tras el paso de la muerte, alcanzó ese lugar. Y allá se muestra en todo su esplendor la belleza de su gracia. Se muestra a la Trinidad Santísima, pero también se muestra a nosotros, todavía en este valle de lágrimas, para que conozcamos el camino que ha de arrecogernos, amparados y sostenidos por la gracia que su Hijo nos alcanza.