Jesús, sumo sacerdote de la Nueva Alianza, establece una clara distinción con el sacerdocio antiguo. En el Antiguo Testamento observamos como el sacerdote era segregado del pueblo. De hecho, sólo los descendientes de una tribu podían ejercer esa función. Y la ley prescribía, minuciosamente, todo lo que el sacerdote, cuando le tocaba oficiar en el Templo, debía realizar para no caer en impureza y ser digno de presentar la ofrenda. Por ello, entre otras cosas, debían andarse con mucho cuidado para no mezclarse con los pecadores. De hecho, la santidad de todos ellos era externa. Las prescripciones apuntaban a una santidad que sólo es posible por el don del Espíritu Santo.
Jesús, en cambio, es Dios. Y su sacerdocio, que es eficaz, conlleva una unión total con el Padre. Pero también una cercanía a los pecadores. De hecho el suyo es un sacrificio que va a servir para salvarnos de nuestras culpas y purificarnos. De esa manera Jesús también hace llegar su salvación a los que la necesitan. Porque, como se apunta al final del evangelio de hoy, la alegría del cielo es la conversión de los pecadores. Los fariseos y los escribas no entienden el gesto de Jesús. No se trata tan solo de la dureza de su corazón, sino que se encuentran ante un hecho absolutamente inesperado. La divinidad se acerca para sanar nuestras heridas. La comida de Jesús con los pecadores, apunta simbólicamente, a la posibilidad de participar un día en el banquete eucarístico. Para ello antes hay que ser acogido por Cristo. Ello apunta a ser lavados en su sangre y limpiados de nuestras culpas.
Si los fariseos hubieran recapacitado un poco habrían caído en la cuenta de que también ellos eran pecadores. Porque sólo Dios es santo. Ciertamente podían estar contentos de cumplir numerosas o todas las prescripciones de la ley. Pero igualmente debían sentir en su interior la necesidad de una purificación más profunda. Podían leerlo en los textos de los profetas, que apuntaban en esa dirección.
Para responder a las murmuraciones Jesús explica dos parábolas preciosas. Tanto la oveja como la moneda perdida que han de ser buscadas apuntan al amor personal que Dios siente por cada uno de nosotros. En el caso de la oveja el ejemplo es más elocuente porque se nos dice que el pastor abandona a las noventa y nueve restantes del rebaño para ir en busca de la descarriada. Con esa comparación, tan desmedida, se acentúa la preocupación de Dios por cada uno en particular. Como hemos oído tantas veces, y sería bueno que no dejáramos de meditar, aunque cada uno de nosotros hubiera sido el único habitante sobre la tierra, Cristo habría derramado su sangre. Eso es lo que significa la parábola: como Cristo ama a cada uno con todo su corazón. Y nos ama a pesar de nuestro pecado y carga sobre sus hombros con cada uno. Aquí podemos ver una figura de la cruz de Cristo y del hecho de que, siendo inocente, cargó con el peso de nuestros pecados.
En el caso de la moneda nos encontramos ante algo parecido. Muchas veces la figura de la moneda alude, por la efigie que lleva impresa, a la imagen de Dios que se encuentra en el interior de cada hombre. Dios por tanto busca recuperar en nosotros la imagen desfigurada por el pecado y acuñarla de nuevo a través del Verbo encarnado.
Que la Virgen María nos ayude a comprender el gran amor que Dios nos tiene y a saber corresponder con gratitud.