Sab 6,13-16; Sal 62; 1Tes 4,12-18; Mt 25,1-13
La Sabiduría brilla y no se gasta. Los que la aman la ven con facilidad. Ella misma busca a quienes son dignos. Pensar en ella es prudencia. Mas ¿cómo seremos dignos de que nos busque y nos encuentre?, ¿qué tendremos nosotros que poner para que así acontezca?, ¿de qué modo la bendeciremos toda nuestra vida?, ¿cómo velaremos por ella? El salmo nos da algunos rasgos de la manera en que esto será posible. Nos acordaremos del Señor en el lecho. Cuando dormimos de un tirón o cuando tenemos insomnio. Cuando vivimos en un silencio dorado o cuando estamos inmersos en ruidos alocados. Lo haremos así porque él ha sido nuestro auxilio, y porque estamos a la sombra de sus alas.
El evangelio de Mateo, con la parábola de las doncellas prudentes y las necias, tan dura en un aspecto —se nos olvida demasiadas veces que Jesús en sus parábolas con frecuencia es tajante—, nos pone en camino de entender. Esperamos, mas debemos hacerlo con atención. La espera no es un atender que pase el tiempo y aguardar los gritos y canciones que indican la llegada del novio. Esa espera debe ser cuidadosa. Podemos dormirnos, claro, pero habiendo atendido a lo que es inteligente en la espera. No nos podemos dejar el aceite, pues esa es la razón de las diez doncellas a la puerta de la casa, iluminar al cortejo del novio cuando llegue, pero si por pura e insensata necedad nos hemos olvidado del aceite, ¿qué hacemos ahí? ¿A dónde van las doncellas tan necias que olvidan el ser mismo de su espera? Están allá la noche entera, precisamente para eso, para iluminar con sus lámparas, pero unas lámparas que den luz, es decir, que tengan aceite. De otro modo, ¿para qué su presencia allá? Luego, para colmo, su insensata insensatez llega a querer aprovecharse del aceite de las prudentes, olvidando lo obvio: cada espera conlleva su aceite.
Porque mi alma está sedienta de ti, Dios mío, puedo vivir de la espera de tu llegada. Porque esa sed es el aceite de mi lámpara. Estoy sediento de ti, Señor, porque todavía no has llegado del todo a mí, qué digo, porque todavía no he llegado yo del todo a ti. Estoy en camino y tengo sed. Pero mi sed es la muestra de la prudencia de mi ser, de la sabiduría que vela tu llegada. En el dormir o en el insomnio, tú eres quien puede satisfacer mi esperanza; quien puede colmar mi sed. Ardo en deseo de ti. ¿Significará esto que soy perfecto, como tú nos pides: sed perfectos como vuestro Padre es perfecto? Qué lejos estoy de ello. Pero, pobre de mí, espero a la puerta con el aceite de mi sed. Eso es lo que tengo, lo único que puedo aportar allá en la pura espera, velando entre sueños, en esperanza de que se abran las puertas del banquete del Reino y, entonces, con la vestidura blanca que se me ha de dar en pura gratuidad, pueda entrar en él.
Espera de la muerte. No lo olvidemos. ¿Todo, por tanto, para nada? Al contrario, pues vivimos cada día en la pura espera de ese momento en el que quienes creemos que Jesús murió y ha resucitado, aguardando con el deseo ardiente de nuestra vida, nosotros, en la muerte, ante la puerta del Reino que entonces se nos abrirá definitivamente, resucitaremos con él. Vedlo, la Sabiduría nos asiste.