1Mac 1.10-15.41-42.54-57.62-64; Sal 118; Lc 18,35-43

Tu fe te ha curado. Ahí está el quicio mismo de nuestra actitud ante el Señor y de la gracia con la que él nos envuelve y transfigura. Cierto que la fe no es un grito, pero gritamos cuando necesitamos del Señor, cuando no vemos, cuando estamos derrengados, enfermos, ciegos, sordos, mudos, sin saber quiénes somos de verdad.

Es la fe, la fidelidad al Señor, la que en tiempos de los Macabeos, y en nuestros tiempos también, nos sostiene por encima de toda persecución, de todo empujamiento a avergonzarnos de lo que somos, un excitar de circunstancias y personas, de leyes y de actitudes sociales que pone todas sus fuerzas, tantas, en que no expresemos nuestra fe, de que esta se vaya angostando en nosotros, hasta desaparecer de nosotros, hasta que nos quedamos exhaustos de fe, vendiéndonos para hacer el mal. Poco a poco. Casi sin que nos demos cuenta, vamos perdiendo nuestra confianza en el Señor, avergonzándonos de ella, y poco a poco pactamos con todas las fuerzas de la sociedad que entierran nuestra fe. No es necesario que lo hagan para perseguirnos, aunque también, véanse la cantidad de cristianos que a lo largo y a lo ancho del mundo son perseguidos por su fe en Cristo Jesús. Pero acá, entre nosotros, no es necesario llegar hasta ahí. Nadie, bueno, casi nadie querría, seguramente, llegar hasta ahí. Pero hay una presión ambiental que ahoga nuestra fe hasta avergonzarnos de ella. Estamos necesitando una vigorosa reacción. Recordad aquel grito de ‘No tengáis miedo’ con el que inició su pontificado el papa Juan Pablo II. Recordad el tan cercano JMJ. Pero eso es el inicio de un grito. Porque, aunque es verdad que le fa no es un grito, sino que, en lo que cabe, es una acción racional aceptadora de la revelación de Dios, no está desvinculada de la obra racional, sin embargo, necesitamos gritar como el ciego de Jericó sentado al borde del camino, pidiendo limosna en nuestra angostura de sentimientos y de razones, gritar para oír nuestra voz aplastada por la ceguera, no para que él nos oiga, pues Jesús nos ve, sabe de nosotros, nos conoce personalmente en lo que somos, adivina nuestro rostro. Ay, pero, como acontece tantas veces, los que iban delante de Jesús, en camino con él, quizá como otras veces sus apóstoles y discípulos, regañaban al ciego para que se callara. Asombrosa manera de no entender nada. Sí, es verdad que la fe no es un grito, pero necesitamos gritar al paso del Señor. No para que él nos vea y escuche, sino para calentar nuestro corazón con la esperanza de que él, parándose y mandando que seamos conducidos ante él, ¡tanto era el gentío!, nos pregunte lo que queremos de él. Pues vaya pregunta: Señor, que vea otra vez. Porque resulta que antes vimos, pero ahora, emponzoñándolo todo, como en tiempos de los Macabeos, ya no vemos. Solo nos queda, quizá, la nostalgia de haber visto. Señor que vea otra vez. Y qué palabras tan admirables, tan sencillas, tan abarcadoras de lo que somos recibe el ciego. Recobra la vista, tu fe te ha salvado.

Es la fe nuestra única arma. Por ella vendrán luego la esperanza y la caridad; las obras, que se nos darán por añadidura; la observación de los decretos de la que nos habla el salmo. Porque el Señor Jesús nos salva por la fe. Ella es la que nos justifica. Enseguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios.