1Mac 6,1-13; Sal p; Lc 20,27-40
San Justino tiene palabras preciosas en torno a la muerte. Enfrentados a la muerte, muchos dicen que, no habiendo Dios, seremos, sin más, pasto de los gusanos; moriremos, y se acabó todo. Otros, estos diciéndose cristianos, como buenos platónicos, hablarán con sumo contento de la inmortalidad del alma, mas para ellos el cuerpo es despreciable. En la muerte el alma se separará del cuerpo y, de igual manera, será pasto de la corrupción; el alma, en cambio, subirá a las regiones celestes a estar junto a Dios. Mas, siendo de cualquiera de estos dos modos, ¿qué pasa con la encarnación, con la muerte en la cruz, con la ascensión, qué pasa con María, Madre de Dios, asunta al cielo y cuyo cuerpo no conoce la corrupción, es decir, qué acontece con todos los misterios de la vida cristiana? El cuerpo es precioso a los ojos de Dios, es lo más amado entre todas sus obras, por lo que es natural que quiera salvarlo, afirma san Justino. La encarnación del Hijo de Dios significa para nosotros que nuestra carne está hecha a imagen y semejanza del Creador. Ni más ni menos. Cuerpo y alma constituyen una unidad intrínseca, en una sola carne. Nosotros los cristianos, en el credo que confesamos, proclamamos la resurrección de la carne. Nada menos que esto.
Los muertos resucitan. Esta es la afirmación imponente del cristiano. Lo haremos por la fuerza de Dios, quien nos creó como él es, a su imagen y semejanza, y no lo hizo para deleitarse por un tiempo, creando el cuerpo en la pura inutilidad, como un juguetillo que se deja romper al punto. Si así fuera, continúa afirmando Justino con razón, llamaríamos a Dios obrero de lo inútil. ¿Tanta encarnación tras la venida del ángel a la casa de María, tanto corretear por los caminos, tanta cruz, tanto misterios de Cristo para que no nos aprovecharan en nada a nosotros? ¿Un jueguecillo de Dios para divertirse por un ratín?
Los muertos resucitan, porque todos los misterios de la vida de Cristo son para nosotros. El para nosotros es esencial en la creación y en la redención. Dios no es un Dios de nosotros los muertos, sino de nosotros los vivos. Vivos para siempre por su gracia; vivos pues resucitaremos, participando de la del Hijo, muerto en la cruz por nosotros. Las cosas de Dios que tienen que ver con la creación y la redención son siempre por nosotros. Somos nosotros los destinatarios de la gracia. No participantes por una casualidad de lo que Dios hace en sí mismo y para sí mismo, como si dijéramos, tuvimos la suerte de que pasábamos por ahí y dimos a Dios la oportunidad de hacernos el regalo de algunas migajas de divinización. No, de eso nada. Todo el inmenso movimiento de Dios en su creación, en su providencia y en el enorme recorrido de la encarnación redentora, con la venida del Espíritu a nuestra carne para gritar en nosotros: Abba, Padre, lo hace por nosotros. Nosotros somos la finalidad de su amor. Mas nosotros resucitados en la profundidad de nuestro ser, es decir, en nuestra carne. Por eso hablaremos siempre de la resurrección de la carne. Menos es no haber comprendido la obra de Dios ni la grandeza de sus criaturas creadas a su imagen y semejanza. No haber comprendido el rol del pecado y de la muerte en nuestra vida. No haber comprendido la cruz de Cristo, su resurrección. No haber comprendido su Iglesia, de la que él es cabeza.