Hch 4,8-12; Sal 117; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Da su vida por mí. Da su vida por ti. Da su vida por nosotros. Da su vida por todos. Es decisivo hacer bien esta conjugación. Es como un zoom que va desde el todos hasta ti y hasta mí, o, también, del ti y del mí hasta todos. La muerte de Jesús en la cruz y el acto majestuoso de la resurrección de su carne por la fuerza del Espíritu, no se dona en un vago por todos, en donde quedamos confundidos en la masa del todos. Llega a ti y a mí. Pero tampoco es un acto de salvación en el que yo me libro, aunque sea casi por los pelos, dando un gran ¡uf!, resoplido de satisfecha satisfacción. Es verdad que el Señor Jesús sale a buscarme cuado me extravío y luego en sus hombros admirables me lleva a su majada. La suya es acción personal, en la que quepo como parte esencial de su acción divina. Pero, a la vez, es acción comunitaria en su Iglesia, acción eucarística. Su carne es sacramento de salvación para todos, y porque lo es para todos, también lo es para mí. Y como dicha acción es acción del Espíritu, nos abarca a todos. Es salvación ofrecida para todos; para todos los que crean en él. Mi fe en él abre mi alma y mi carne al Misterio de la encarnación, de la muerte en la cruz y de la resurrección de la tumba. Jesús, así, es el Viviente, que nos ofrece el alimento para nuestro caminar hacia él. Como su carne y bebo su sangre como viático —companaje, decían antiguamente con preciosa palabra— para el camino. Un pan y un vino ofrecidos en la Iglesia, que es el lugar en donde se celebra la eucaristía. Nuestra salvación, por tanto, es eucarística; participación en la sacramentalidad de la carne del mismo Señor muerto y resucitado que nos ofrece lo que nos donó en el sacrificio de la cruz.

A algunos pareció que no gustaba eso del sacrificio. Quizá porque pensaban que todo era una pura cuestión de comprensión racional —racionalista, en verdad, que no racional— y de acción misericordiosa del vaso de agua que, aún sin saberlo, a mí me lo disteis. Mas eso va contra infinitos textos del NT, especialmente en san Pablo, y no digamos en la Epístola a los Hebreos. Prescindiendo del rol sacrificial de la muerte de Jesús, dejamos de lado la eucaristía y, con ello, la carnalidad de la propia Iglesia. De este modo, la carne de Jesús ya no es sacramental, y, por ello, tampoco nuestra carne es sacramental. No se alimenta de carne y sangre, la carne y la sangre del Señor, sino, quizá, de buenos deseos, incluso de buenos haceres. Se alimenta, quizá, de solidaridades y de acciones caritativas. ¡Quién dirá que eso es algo malo! Lo único triste es que se rompe la carnalidad sacramental. Ya no será verdad que mi carne será verdadera comida y mi sangre verdadera bebida, companaje indispensable en nuestro caminar. Habrá desaparecido la entraña misma del Misterio de la encarnación, incluso del Misterio de la cruz y del Misterio de la resurrección y de la subida a los cielos para estar, con su carne, en el seno de la Trinidad Santísima. El rebaño del Buen Pastor habría quedado reducido, así, al de la pura solidaridad, en el que la eucaristía será mero símbolo, no señal de la nueva creación, por lo que ya no habrá sacramentalidad de la carne.