Is 38,1-6.21-22.7-8; Sal Is 38,10-12.16; Mt 12,1-8

Los que Dios protege, viven. No son los cumplimientos los que nos hacen vivir, por santos que sean, o nos lo parezcan. Pero el sábado es día especial, ¿no? En ese séptimo día, Dios descansó y, por ello, lo proclamamos como día dedicado al descanso de Dios. ¿A quién le parece mal una cosa tan hermosa? No solo al descanso del trabajo, lo que ya de por sí será maravilloso, sino a descansar nuestra vida entera en las manos de Dios. Insisto, ¿a quién puede parecerle mal? Y, sin embargo, Jesús lo afirma con rotundidad. El Hijo del Hombre es señor del sábado, de la misma manera que es más que el templo de Jerusalén o cualquier otro templo al que queramos referirnos. Porque lo que cuenta ahora no es ya el conjunto de externalidades que median entre Dios y nosotros, su gente, el pueblo de su alianza. En el designio de Dios esto ha valido como preparación, pero ahora hemos llegado al momento definitivo, en el que son las internalidades las que nos conducen hasta Dios. El corazón, lo hemos visto, el que seamos modelados por las Manos de Dios de modo que la gracia adquirida para nosotros en la cruz nos vaya logrando la plenitud de lo que somos. Se ha producido el trueque maravilloso. Le dimos al Hijo la humanidad de la carne, para que el nos ofreciera la participación en la realidad de su divinidad. Somos seres divinos. Pero no en cumplimientos externos, sino en realidades interiores. Dios nos protege, y por eso vivimos y viviremos por siempre.

Hay entre nosotros uno que es más que cualquier templo y que todos los sábados. Porque ahora todo lo que somos, todo lo que hablamos y todo lo que realizamos, lo hacemos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Hemos sido hechos seres trinitarios. Por ello, nuestro cuerpo, nuestra carne, es más que el templo y más que el sábado, porque el Espíritu Santo vive en nosotros, haciendo de nosotros su morada. Nosotros seguimos al Hijo del hombre en el camino hacia Nuestro Padre, como él mismo Jesús quiere que le llamemos, y nuestra carne refulge con luz trinitaria. Carne formada por las Manos de Dios cuando moldeó al Hijo encarnado, de modo que por el trueque estupefaciente, seamos también nosotros carne transfigurada con luz de resurrección.

¡Bah!, vives en babia. Dices cosas sin sentido. Puras imaginaciones de virtualidades sin contenido real. Y todo ello, seguramente, para evadirte de las obligaciones de amor que tienes con tus hermanos, de los que habría que ver si eres de verdad solidario. ¡Bah!, te has hacho un místico sin cartera que se engaña yéndose a las ensoñaciones, Tú sí que te crees aquello de que serías como Dios. Ahí esta la prueba, en lo que dices. ¿Será verdad, Señor? La trinitarización de mi carne, ¿no será sino un juego imaginario, en el fondo una engañifla más del Demonio, la última y la más lacerante? ¡Corpus mysticum decías!, ahí está, te has convertido en un místico de pacotilla. ¿Será verdad Señor que me engaño por completo, que aquel trueque es no más que una manera simbólica de decir?, ¿será que el pan y el vino son solo huellas, símbolos de tu cuerpo y de tu sangre derramada en la cruz? ¿Derramada por nosotros, dices?, ¿qué es esa manera tan tosca de hablar? ¡Ya vale!, habrá que sacar todo esto de la mitología milagrera con la que lo has envuelto y entenderlo en la racionalidad segura del pensamiento.