Gál 1,6-12; Sal 110; Lc 10,25-37

Algunos os turban para volver del revés el Evangelio de Cristo. ¿Cómo es esto?, me dices, ¿quiénes son esos?, añades. El hacer lo mismo es practicar la misericordia, como el samaritano del cuentecito que nos narra Jesús, maravillosamente contado por Lucas, para que entendamos a la perfección lo que nos enseña. Puedes ser maestro de la ley o sacerdote o levita que te apresuras a tus menesteres, pero eso no es practicar la misericordia, sino un ejercitarte en tu quehacer. Encuentra, pues, una manera que mira a quien necesita de ti, y no tanto se extasía en tus premuras y correteos para cumplir tus cumplimientos. Para eso, necesitamos transformarnos en lo que recibimos, en lo que se nos dona en el sacramento de la eucaristía, cuando hacemos ‘esto’ en memoria suya. Anda, pues, haz tú lo mismo que yo hago, nos dice el Señor. Eso es, practicar la misericordia.

Pues algunos nos turban para volver del revés el Evangelio de Cristo cuando nos hacen creer que todo consiste en cumplir, la exactitud escrupulosa de hacer eso que parecemos deber, como si el Evangelio se nos hubiera convertido en una obligación ineludible. Cuando en el Evangelio se nos da la libertad de inventar cómo haremos el ‘esto’ de la memoria. Sorprende que Jesús no nos señalara con claridad caminos, procedimientos, leyes, sino que todo lo dejara en nuestras manos. ¿No hubiera sido mejor, más claro, que nos hubiera dicho los cumplimientos con exactitud, sin quedar todo a nuestra inventiva? Vaya con el haz tú lo mismo. Sí, muy bien, pero cuando llegue el caso, mi caso, el que a mí se me plantea, ¿cómo haré eso mismo? Si se repitiera el caso del cuentecito, perfecto, todo me sería bien claro. Pero mis cuentecitos, aquellos que me toca vivir, siempre son distintos, siempre quedan al buen albur de lo que haga, y ¿cómo haré para seguir la enseñanza de Jesús? Me deja demasiada libertad. Parece querer una cosa bien extraña: que todo quede en mis manos. Volveré del revés el Evangelio si no vivo de verdad esa libertad asombrosa que Jesús me concede para que haga lo mismo, lo que él me señala en su cuentecito, o, mejor, lo que él hace en su vida y con su vida. Muy bien, aquí me tienes, Señor, pero ¿cómo haré eso que esperas de mí si parece que tú no me lo dices con la claridad que parezco necesitar? O es que esto que digo no es sino un mero subterfugio, pues sé muy bien lo que en cada ocasión he de hacer. No, Señor, no lo sé. Te lo digo con toda humildad. No lo sé.

Recapacitando, me encuentro que algo decisivo en ese Evangelio es la fe, porque tú siempre dices: Tu fe te ha salvado. Lo cual índica dos cosas: la necesidad de la fe, de mi fe en ti, confianza absoluta en el quién eres, y la salvación que me viene de ti, no de mi. Yo pongo la fe en ti, apenas sin saber que es, como en una intuición soberana que se me dona, porque tengo la certeza de que la misericordia y la salvación me vendrán de ti. Cualquier otra cosa, Señor, tú lo sabes, como nos dice Pablo, es caer en las garras de quienes me turban para volverme del revés y para que no te mire a ti, sino para que encuentre mil subterfugios de modo que termine mirándome a mí y a la gente guapa, quienes quieren mandarnos en este mundo que fue tan epulón.