Gál 2,1-2.7-14; Sal 116; Lc 11,1-4

Sabemos del encargo a san Pablo como él mismo nos lo cuenta de manera tan empeñada como bella, pues gracias a su firmeza los gentiles pudimos ser cristianos. ¿Y nosotros?, ¿no tenemos nosotros un encargo similar? Anunciar el evangelio a todos los que no lo han recibido, sea porque jamás han oído en serio hablar de Jesús, sea porque ya no le quieren escuchar y nos dicen como los atenienses: ya te oiremos mañana. ¿No haremos nosotros como Pedro y algunos de los fieles discípulos, retraernos y tomar el camino de lo sencillo: predicar por lo bajín a los que ya están convencidos como nosotros, quedándonos en el gozo tranquilo de nuestras sacristías? Siendo así, ¿cómo entonces alabarán al Señor todas las naciones y le aclamarán todos los pueblos porque hemos ido al mundo entero  a proclamar el Evangelio, como nos mandó el Señor?

Debo preguntarme cómo proclamo yo el Evangelio. Seguramente no dispondré de los grandes medios, dominados casi siempre, como sabemos muy bien, por los empeños seguros de la gente guapa y que hasta hace poco era también epulona. No saldré en la televisión, ni los periódicos y otros medios de información me darán cancha para ello. Bueno, quizá nada he hecho para que no sea así, arrebujado como estoy en la calidez de la sacristía. ¿De qué manera hago ver a la amplitud de mis hermanos que creo en el Evangelio?, ¿de qué manera, por mínima que sea, lo predico? ¿Lo predico con mi vida? ¿Lo predicamos con nuestra vida de manera que, al vernos, se digan con arrebato: mirad cómo se aman? ¿No vivimos nuestra fe en Jesucristo de modo que en cuanto salimos de aquel espacio en el que nos sentimos calientes, nadie nota nada, pues nadie debe notar nada? ¿Cristiano, seguidor de Jesucristo, y en nada se me nota, ni en mis obras ni en mis andares? En las figuras de los santos los artistas suelen poner una corona detrás de su cabeza, para expresar el resplandor de su santidad; una santidad, claro, que es resplandor de su vida transfigurada. Mas ¿se me nota esa coronilla de resplandor?, ¿se te nota a ti? Creo que no. Y es terrible que sea así. ¿Quién nota en mí, y en ti, que Dios es mi Padre y el tuyo, que santifico con mis palabras y mis acciones su nombre Santo, que mi vida es una suave exultación mediante la que pido que venga su Reino a nosotros, que pongo mi sustento y todo lo que soy y hago en sus manos, que de continuo le pido perdón por mis pecados, habiéndome asegurado de perdonar antes a todo el que me debe algo, y que, finalmente, le pido con gritos y lágrimas que no me deje caer en la tentación y me libre de las manos del Malo? Si mi vida fuera así, mi predicación del Evangelio sería esa entrega a Dios Padre, y puede que, entonces, el grito que el Espíritu lanza en la hondura de mi corazón: Abba (Padre) lo oigan quienes me circunvalan. Él será mi voz, no solo dentro de mí, sino voz que, quizá con pocas palabras, pero con gestos como los de Francisco, Juan Bosco y Teresa, muestra a través de nosotros que lo suyo es la misericordia con nosotros y con ellos y que su fidelidad dura por siempre.

Dios me ha encargado anunciar el Evangelio y no puedo abandonar este encargo, sea con gritos y susurros, sea con gestos de ternura.