Ecl 15,1-6 [o Si 15,1-6]; Sal 88; Mt 11,25-30
Maravillosa expresión con la que se califica Jesús, cuando a nosotros tantas veces se nos sube el pavo y nos creemos tan inmejorables. ¿Mansedumbre?, ¿cómo la viviremos? Santa Teresa de Jesús tiene hermosas palabras. Tenemos un buen amigo presente, y un tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer, que por eso todo se puede sufrir. Amigo que nunca falta; amigo verdadero. Dios, para que le contentemos, y para hacernos grandes mercedes, quiere que sea a través de la carme del Hijo, en quien él se deleita. Ella, que vivía arrobada en la contemplación mística, era persona dedicada por entero a sus labores, muchas, muy grandes unas e ínfimamente pequeñas otras. También ella lo veía todo a través de la carne del Hijo.
Necesitamos una mirada que vea la hondura de su corazón. ¿Quién nos la donará? Nuestra mirada se disturbia con tanta frecuencia; se desarregla mirando allá donde no está la carne del Hijo. Solo cuando el Señor mismo nos proporcione esa mirada seremos capaces de entrever la profundidad de su mansedumbre y de su humildad; solo entonces nuestro Padre vendrá a llenarnos por entero con su gracia tierna y misericordiosa. Mas para verlas, necesitamos que nuestro corazón se haya contagiado de ellas, de otro modo nos pasarían desapercibidas por completo. ¿Quién de entre nosotros verá la mansedumbre y la humildad?, ¿con qué oído las oiremos? Vemos con prontitud la prepotencia y el orgullo; aspiramos a hacerlos nuestros. Nos gustaría ser cómo esos, poderosos y epulones, aquellos a quienes todo les sobra, comprendan nuestro valer y nuestro tener. ¿Nos fijaríamos en quien no chista, en quien se deja hacer, en quien como oveja es llevado mansamente a la matanza, en quien está cubierto de salivazos y de desprecios? ¿Cómo resistiríamos la humildad de quien, por no disponer de nada, nada nos puede ofrecer? Recordad el gesto maravilloso de don Bosco.
Misterio tremendo este de que para ver a Dios tenemos que mirar la mansa humildad del Hijo. Todo nos lo pone patas arriba. Lo grande solo nos aparece en lo pequeño. El poder esplendoroso, en la humildad de un ser al que miramos con asombroso arrobo. La grandeza del poder, en su mansedumbre. Pero la voltereta llega a más, pues nos enseña que debemos cargar con su yugo, precisamente cuando estamos, porque estamos cansados y agobiados. ¿Tendría razón Nietzsche cuando gritaba que el cristianismo es religión de esclavos y de arrastrados en las puras miserias? Quizá sí, pero se le olvidaba que es ahí, cuando él solo veía esclavitud y arrastrada pequeñez, donde se nos da la infinita grandeza de la gracia que transforma por completo nuestras vidas, porque primero ha transformado de modo radical nuestra mirada. Y porque las cosas son así, podemos reclinarnos en el pecho amoroso del Hijo, porque será ahí donde encontraremos nuestro descanso. Yugo el suyo, sí, claro, pero llevadero. Carga, sí, también, pero que él la hace ligera.
¿Seremos capaces de estar en ese embeleso de pura misticidad arrobada que Teresa vivió y, escribiendo sobre ello, nos enseñó? Solo busco ser manso y humilde de corazón también yo, pero, quizá, para ello, se me concederá esa fuerza de mirada que ve en lo pequeño y escondido del Hijo la fuerza del Padre. Teresa busca que en todas las casas de su fundación hubiera una imagen del niño Jesús, para que tanto ella como sus hermanas, y nosotros con ellas, mirando arrobados su pequeñez, viéramos la ternura del Padre.