Somos tan reacios a aceptar órdenes que olvidamos que los mandamientos de Dios nos han sido dados para nuestro bien. En la primera lectura, y es sólo un ejemplo de los muchos que encontraríamos en las Sagradas Escrituras, se vincula el cumplimiento de los mandamientos a la felicidad. Se dice: “así prolongarás tu vida” o “para que te vaya bien y crezcas en número”. Son figuras que expresan cómo los mandamientos, que mueven al culto verdadero, a la relación auténtica con Dios, corresponden a lo que el hombre busca en su corazón. Los mandamientos protegen el deseo de felicidad que hay en nosotros. Por eso incluso normas  que son cognoscibles por la sola razón Dios ha querido revelarlas. Así serán más fácilmente conocidas por todos y sin error. Porque el fin de la ley es el bien del hombre. En esta dinámica es lógico que el mandamiento más importante sea amar a Dios e, indisolublemente unido a éste, amar al prójimo.

Cuando el escriba le pregunta a Jesús lo hace sólo sobre el primer mandamiento. Jesús le responde con dos. De esa manera indica que el amor a Dios no se puede separar de la vida concreta que llevamos. Es decir, el amor a Dios se cumple en la vida. Con razón se dice que el amor al que tenemos cerca es la piedra de toque de nuestro amor a Dios. Amar a Dios significa también amar todo lo que Dios ama y, sobre la tierra, lo que Dios más ama es el hombre. No la humanidad abstracta sino cada hombre concreto.

El mandamiento del amor a Dios tampoco es reducible a un mero hacer bien las cosas. Decía el cardenal Van Tuang que si Dios sólo pretendiera nuestra eficacia no habría creado hombres sino robots. Ciertamente ellos harían mejor las cosas y no cometerían ningún mal moral. Querer es poner el corazón en Dios hagamos lo que hagamos. Es decir, hacer todas las cosas por Él. Y en ello la situación privilegiada es el encuentro con otro hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y redimido con la sangre de Cristo.

 Benedicto XVI, en su encíclica sobre el Amor de Dios, señalaba también que “es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad”. A ello se refieren también las palabras del mandamiento al indicar que el amor ha de ser “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. San Juan de la Cruz lo expresaba así: “Que ya no tengo oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”. El Amor es lo que devuelve al hombre su integridad y nunca somos tan íntegros como cuando amamos de verdad. En una sociedad propensa al stress y en la que aumentan los sentimientos de ruptura, falta de realización y malestar hay que recordar que el hombre sólo se recompone amando. Hemos sido creados para el amor. Y esa verdad, que podría parecer abstracta, la comprobamos en Jesucristo, en quien el Amor se ha hecho carne y sangre como nosotros.

Finalmente indiquemos una nota de teología espiritual. Dicen los doctores que un acto intenso vale más que cien actos remisos. No basta, para crecer en santidad, con repetir actos buenos, sino que hay que empeñar en cada acto toda la caridad que poseemos. Ella es la que indica la intensidad de la acción. De ahí que en el mandamiento se subraye el “todo”. Amar a Dios con total intensidad, sea cual sea nuestra ocupación, es el camino para nuestra felicidad.