En la ciudad de Corinto, en tiempos de san Pablo, había una importante comunidad cristiana. De los escritos del Apóstol se desprende que allí abundaban los carismas y que había personas muy capacitadas. De alguna manera se experimentaba la acción de Dios en el éxito apostólico, los dones de lenguas, de profecía… San Pablo, que lo valora todo, en su carta reconduce todas las cosas a su centro: lo importante es el amor.
Cuando leemos este himno, que es de una gran fuerza, nos damos cuenta de que el Apóstol lleva toda la razón. Sólo la caridad no admite tergiversaciones. Cualquier otra acción, por muy notable que parezca, puede ser totalmente inútil. San Agustín, en su controversia con los donatistas, argumenta que no son de Jesucristo porque no aman. En su origen algunos de los miembros de dicha corriente herética podían apelar a una mayor fortaleza antes las persecuciones y de que habían sido más fieles que otros que se llamaban católicos. Es posible que en la vida de algunos de ellos hubiera hechos muy admirables, pero su verdadera naturaleza se manifestaba en que no amaban a los demás cristianos. De esa falta de amor, lógicamente, salieron desviaciones doctrinales.
Lo mejor que nos puede pasar es que conozcamos el amor de Dios: ahí reside todo. Hablando de Josefina Bakhita ha escrito Benedicto XVI: “yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa”. Ese descubrimiento cambia su vida y la lleva a amar a Dios y al prójimo.
Ese amor es el que rechazan los conciudadanos de Jesús cuando le oyen predicar en la sinagoga. Les gustan las palabras que Jesús pronunciaba y se admiraban de ellas, pero no reconocían que eran la expresión de su Amor. Algo parecido podía suceder en Corinto y nos puede pasar a nosotros. La historia de la Iglesia está llena de acontecimientos, personas y obras admirables. Pero no podemos quedarnos en ellas, sino que todas tienen que llevarnos a descubrir el amor. Lo contrario, dice san Agustín, es como si un esposo le regala un anillo a su esposa, y ella, enamorada del anillo, se olvida del esposo.
En la primera lectura leemos la vocación de Jeremías. San Jerónimo la interpreta como figura de Jesucristo. El profeta ha sido amado por Dios desde siempre. En ese amor ha de reconocerse para poder realizar la misión que se le ha encomendado. Así es también para nosotros. En las diferentes circunstancias que a cada uno de nosotros le toca vivir hay algo coincidente: estamos allí porque Dios nos ama. Afincados en Jesucristo podemos responder a lo que nos toca vivir. A Jeremías, por ejemplo, se le encomienda una misión difícil, pues ha de colocarse frente a los poderosos y será perseguido. En la medida en que permanezca fiel a Dios saldrá victorioso. Lo mismo ejemplifica el evangelio cuando Jesús se abre paso entre la multitud que quiere despeñarlo. El amor vence al mundo y ninguna circunstancia puede impedirlo. Sólo nuestro corazón puede cerrarle el paso.