Is 58,1-9a; Sal 50; Mt 9,14-15
Romperá la luz como la aurora cuando tu dedicación al Señor no sea entre disputas, engaños y puñadas sin piedad; cuando vivas dedicado a sus cosas y no a mirarte al espejo y mover la cabeza como un junco. Debes mirar al rostro del Señor, Porque es a sus cosas a las que debes dedicarte, y no a tus imperios de violencia. ¿De qué te sirve el paripé, vestirte de ceniza y acostarte sobre saco, cuando vives entregado a tus cosas, en las que tu prójimo no ocupa el menor de los lugares, como no sea para arremeter contra él, violándole, para hacerte con él siguiendo tus propios intereses? Sábetelo bien, las cosas del Seños son otras: abre las puertas del encierro injusto, viste al desnudo, da el vaso de agua a quien en puras necesidades te lo pide. No te cierres a tu propia carne.
Maravillosa expresión de Isaías: no te cierres a tu propia carne. Porque el otro, todo otro, es carne como la tuya, carne tuya, pues tu propia carne. Naciste en una coyunda de carnes y todo lo recibiste en carne de prójimo, carne como la tuya. Tu carne es carne societaria, carne de los demás que se convierte en carne tuya, disponiendo en ella lo que a tu obra y ser le corresponde. Si vale decirlo así, somos todos una misma carne. ¿Qué?, ¿nos faltará la libertad? Nuestra carne es una misma naturaleza con su ser individual: no somos seres genéricos, sino personales. Pero nuestra naturaleza es carnal, la misma que se encarnó en el seno de María Virgen. Excepto en el pecado, nuestra naturaleza es como la suya. Misterio de encarnación. Coyunda de carne. Eso somos. Carne individual. Por eso, el otro es nuestro prójimo. Pero nuestra carne es la misma que la de Jesús. Seres individuales. Personas. Carne de amorosidad.
No podemos, pues, cerrarnos a nuestra propia carne. Porque el otro, tanto el menesteroso que no tiene a donde mirar para recibir compasión, como quien se mira al espejo creyendo que la frialdad poderosa del otro lado es lo suyo, cuando encuentra ahí, precisamente, la dejación de su propia carne en el mero rebote de la impasible superficie argentada donde ha perdido sus calenturas de carne verdadera, son carne mía, carne como la mía. Misterio de encarnación. El Engañador, una y otra vez, sin ningún descanso, nos susurra su mensaje: ¡bah!, no hagas caso, tú vete a lo que en verdad es tuyo, y serás como Dios; no un ser de carne vulgar y frágil, un ser de carnalidades, mejunje de meras nadas, sino ser de divinidades; no te dejes engañar por Dios, que, celoso de ti, quiere sojuzgarte y busca aplastarte en la esclavitud. Misterio del engaño.
No te cierres a tu propia carne, y entonces romperá tu luz como aurora, en seguida te brotará la carne sana. Fíjate, no es cuestión sino de aquello más elemental: no olvides que eres coyunda de carnes y ábrete a toda otra carne. Sé prójimo de toda carne. Sé con él ser de amorosidad. Tu propia naturaleza, la que es la plenitud de tu ser propio, te llevará a ello en el mismo momento en que, saliendo del engaño del decidir ser como Dios, qué digo, mero dios, recibirás la imagen y semejanza con que fuiste creado.
¿Cómo? Misericordia, Dios mío, por tu bondad, gritaré sofocado con el salmo. Y esa misericordia se nos ofrece en Jesús. Seguirle hasta la cruz será nuestro ayuno.