Dt 26,4-10; Sal 90; Rm 10,8-13; Lc 4,1-13
Ni siquiera a Jesús le dejó en paz aunque fracasara tan rotundamente allá en el desierto al que fue llevado. Trampa suprema: pruébate, que si eres eso que dices, vencerás y conseguirás que las piedras se conviertan en pan, y te podrás tirar desde las más grandes alturas sin que nada te pase, y tendrías el poder y el impero si me adoraras. El engaño no hace mella en Jesús. Sí lo hizo en Adán y Eva, y por su principiar lo hace en todos nosotros, mas Jesús vence a la tentación cuando va al desierto llevado por el Espíritu. Podríamos estar felices: ha vencido, luego nosotros también venceremos. Nos vendrá muy bien el ayuno de la Cuaresma, porque nos prepararemos ante el engañador, como lo hizo Jesús, y le venceremos. Sabemos, además, que el desierto es el lugar de la tentación más cruel y sibilina, la que nos pone delante los espejismos más suculentos para que pequemos en la pura virtualidad de la imaginación arrastrados por el deseo inducido por el diablo. Qué duro lugar el desierto. Estamos en él siempre ante nosotros mismos, sin posibilidad de distraernos de la tentación por alguna necesidad casual. Nada que no sea ella misma enfrentada a lo que somos. Mas, nos decimos, Jesús venció al tentador en el desierto, luego yo venceré al tentados en mi desierto. Quizá. Depende de cómo me posicione ante el tentador, pues, engañado por la dulce dulzura de la propuesta tan evidente que me hace, seguiré los pasos de nuestros primeros padres buscando la realidad plena del seremos como dioses. No lo veré como un engaño, sino como la esencia misma de la realidad; de mi realidad. Seré consciente de mi valía, pues sé lo que soy y cuento las monedas de oro de lo que rento. Y de esta manera, poco a poco, paso a paso, me iré alejando del Señor, cercado por la inteligencia superior de quien me gana la partida. Me convenció de la inteligencia de mi ser y de que, por ella, ganaría en la lucha, haciéndome caer, tonto de mí, en tentación. A las tres propuestas, el evangelista nos dice la sencillez de la respuesta: Jesús le contestó. Y las tres veces Jesús toma la palabra de la Escritura. Se agarra al plan de Dios. Está escrito. Está escrito. Está mandado. Ni siquiera él confía en sus propias fuerzas de las que saldría vencedor de la tentación. Confía, para vencerla, en la continuidad del auxilio de su Padre Dios para que le lleve en sus palmas y no tropiece en la piedra: Te pusiste junto a mí y yo te libraré.
Porque la palabra está cerca de mí, y ella vencerá todas las asechanzas. Esa palabra es el mensaje de fe que nos salva, que nos libra de toda tentación, porque nuestros labios profesan que Jesús es el Señor y nuestro corazón cree que Dios lo resucitó. Ahí se nos da la fuerza que vence nuestra tentación; esta y la que venga más tarde, pues siempre el demonio se marcha buscando otra ocasión. Por la fe del corazón se nos dona la justicia, y por la profesión de los labios, la salvación. ¿Qué haremos ante la tentación? Solo hay un camino; solo una posibilidad de vencerla: pronunciar el nombre del Señor que será quien nos salve. Está escrito: invocaré su nombre y él me librará de las fauces del león que anda rondando buscando a quién devorar.