Dt 26,16-19; Sal 118, 1-8; Mt 5,43-48
Menudo torpedo a la línea de flotación que nos envía hoy Jesús, ¿cómo podríamos ser perfectos?, y si lo pudiéramos por nosotros mismos, ¿a qué tanta pantomima y sufrimiento en el madero de la cruz? Pues bien, en la primera lectura el Señor nos manda que cumplamos los mandamientos… y ¿ya está? Una vez que me comprometo contigo a aceptar lo que tú me propones, Señor, todo viene en imperativo: serás y guardarás. Todo parece estar ya dicho, y entonces el Señor, en futuro, me elevará en gloria y formaré parte del pueblo santo del Señor Dios. Con qué facilidad se nos dicen estas cosas; para colmo, empleando el imperativo. Si pudiera hacerlo, no habría ningún problema, lo cumpliría todo, y san se acabó
El salmo, tan hermoso, parece incidir en lo mismo, aunque ahora buscando una persuasión que no se nos ofrece en imperativos. Bienaventurado tú cuando lleves una vida intachable y camines en la voluntad del Señor. Dichoso tú cuando, guardando sus preceptos, lo busques de todo corazón. ¡Ay, Dios mío!, si pudiera, pero ¿cómo podré con estas flacuras con las que me encuentro y estas estrecheces de mi carne? Si pudiera… Mas, perdóname, Señor, pero no puedo. No, exactamente no es eso, porque me encuentro solidario con Pablo cuando nos dice que no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere. Parecería que busco un gesto de caricia y, no puedo entender cómo, me sale un bofetón. No una vez, sino muchas, demasiadas, me dan ganas de increparme porque son la mayoría. ¿Cómo es posible?, ¿quién me domina? ¿Será que el pecado habita en mí?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿no podré deshacerme de él? ¿Cuándo quedaré blanco como la lana más pura? Alguna vez pensé que ya estaba, que lo había conseguido, pero zás, y se acabó ese bienpensar sobre mí mismo.
Así estaban mis cosas, encontrándome lloroso porque no puedo, cuando viene Jesús y nos dice palabras de hermosura resplandeciente. Lleva las cosas hasta un final asombroso: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. De pronto, en este desvarío en el que me hallo, se me abre una luz: Padre. Me encuentro con que Jesús busca que a Dios lo llame Padre. Y me doy cuenta de que él le llama Padre, diciendo Padre mío. Tiene una relación muy especial con el Señor Dios, y me invita a que también yo, cuando ore, me dirija a él como Padre nuestro. Por él, por Jesús, somos también hijos del mismo Padre. De este modo, mi mirada ya no va dirigida hacia mí y hacia mi comportamiento, sino a la bondad de quien es Padre. Jesús me presta esa mirada suya para que yo mire a Dios de idéntica manera a la suya. No me fijaré ya en mi endeble pequeñez, en la fragilidad de mi ser pecador, sin que jamás lo olvide, por supuesto, miraré a quien le mira y me mira con ojos de misericordia. Mi mirada, así, comienza a ser como la suya. Mirada de amor que va reconstruyendo en mí la naturaleza de mi ser de amorosidad. No como una sábana blanca que cae sobre mí cubriendo mis negruras sin tocar mis interioridades, sino convirtiendo a esa mirada de gracia mis propias internalidades. Haciéndome otro. Devolviéndome, en la contemplación de esa mirada, la imagen y la semejanza con que fui creado y que ahora se me ofrece en él para que mi futuro sea de acercamiento a esa perfección del ser de Dios que se nos dona en Cristo. Misterio de gracia.