Ya terminó la semana Santa, la Cuaresma y hoy terminamos la Octava de Pascua, nos quedan 43 días para seguir disfrutando de Cristo resucitado (espero que nos quede toda la vida, pero pongámonos metas manejables). Después de la primera semana Santa en el nuevo templo (con calefacción y todo), aproveché los primeros días de Pascua para irme de Ejercicios Espirituales: a escuchar y rezar. Lo de escuchar lo tengo más difícil pues el sábado santo fui al otorrino y me descubrió un agujero en el tímpano y cada día oigo menos por el oído izquierdo (toda una ventaja para los penitentes). Además, si os fijáis, cada día se hace menos caso al “he oído”, “me han dicho”…, eso suena a chismes y rumores. Ahora se dice “He visto…” y la gente te presta toda su atención. Parece como si no existieran los efectos especiales en la televisión, pero lo que se ve se cree. En la Iglesia usamos todavía la Palabra, no nos dedicamos a los reportajes ni a los medios audiovisuales en la liturgia (como no sea la misma belleza de la liturgia bien celebrada), pero la predicación sigue siendo lo fundamental. Y cuando uno no conoce el testimonio de vida es bien fácil decir: “No me creo lo que dicen los curas”. Mucha gente cree que en ver está la respuesta.
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:- «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: – «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»” ¡Bendito Tomás! A él tampoco le basta que otros lo hayan visto, tiene que verlo él. Ni aunque sean sus amigos, con los que estaba encerrado pasando miedo. No. Tampoco le basta la palabra de ellos. No habían creído lo que habían dicho las mujeres, tampoco creyeron a Pedro y a Juan cuando les describían la tumba vacía. Tampoco cree cuando es un nutrido grupo de testigos los que afirman que han visto al Señor. Él, tiene que ser él el que lo vea y se asegure bien. Ya no le vale ni el testimonio de los testigos.
¡Cuántas veces nos pasa a nosotros lo mismo! Hemos oído desde pequeños que Cristo ha resucitado, que está vivo. Pero llegamos a la adolescencia y no nos basta. Leemos el testimonio de los santos y de los mártires y nos apasionan y estimulan, pero llegamos a la juventud y ya no nos dicen nada, cambiamos de héroes. Y entonces buscamos ver a Dios, meter el dedo en sus llagas y la mano en su costado…, pero muchas veces dejamos la Iglesia –como muchos que no se atrevían a juntárseles-, pues no nos fiamos de sus testigos, y no nos encontramos con Cristo. Y aunque nos reafirmamos en nuestra falta de fe sigue en nuestro interior el rumiar la idea de “y si fuera verdad”. Le pasó a San Agustín y hasta que no entró más dentro de él que él mismo no creyó.
“Dichosos los que crean sin haber visto” No creas que es casualidad que este Evangelio está unido al poder de perdonar pecados. Si quieres encontrarte con Cristo prepárate una buena confesión, pide perdón de tus faltas de fe y de las del mundo entero, y cuando el sacerdote levante la mano para bendecirte y darte la absolución será Cristo el que meta su dedo en tus heridas, el que introduzca la mano en tu costado enfermo y lo cure. Sentirás una vos en tu corazón que te dirá: «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo.» Y ay no te dará vergüenza juntarte con otros cristianos, celebrar a Cristo vivo y poner tu vida al servicio de la Iglesia y del mundo. Tal vez no hayamos visto, pero tenemos más certeza que si hubiéramos estado presentes en el cenáculo.
María creyó sin ver el anuncio del Arcángel, María vio creyendo la vida de Jesús a pesar de todas las dificultades, María nos enseña a ver y a creer hoy.