Parece que san Marcos acompañó a san Pedro en sus viajes y que, aprovechando las enseñanzas del Príncipe de los Apóstoles, compuso después el Evangelio. Algunos datos apuntan a que se trataba de una predicación destinada a los paganos. Por eso, por ejemplo, se explican algunas tradiciones de los judíos, que no podían ser conocidas por quienes no pertenecieran a esa religión. San Pedro escribió algunas cartas, pero ningún evangelio. San Pablo, en otro momento señala que en la Iglesia hay diferentes carismas y, así, unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas… Y todo contribuye a la edificación de la Iglesia.

Me gusta pensar que quizás Marcos lo aprendió todo de Pedro y, sin embargo, quiso Dios que fuera él quien diera nombre al evangelio. Forma parte de ese maravilloso modo que tiene Dios de disponer el orden de las cosas, pensando siempre en el bien de los hombres. La alegría de Pedro por ello, aunque nunca viera el evangelio escrito, la encontramos en la primera lectura de este día, en la que se refiere a Marcos como “mi hijo”.

Vemos, pues, cómo en la Iglesia los carismas se multiplican y unos alimentan y sostienen a otros. De esa manera la Iglesia prosigue su avance en el mundo cumpliendo el mandato de Jesús que hoy escuchamos: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación”. Jesucristo ha salvado a todos los hombres. Su sacrificio en la cruz tiene un valor infinito. Pero la extensión de la redención a todos los hombres ha dispuesto que se haga mediante la Iglesia y, dentro de esta, ha convocado a muchas personas distintas a las que confiere distintas dignidades y dones. Aunque nosotros, de cerca, muchas veces veamos los defectos y nos sintamos heridos, tristes o malhumorados por algunos de ellos lo cierto es que la Iglesia es muy hermosa.

Un santo, y en este caso un evangelista, es una ventana idónea para contemplar esa belleza. San Marcos apunta a ello al señalar: “El Señor actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos que los acompañaban”. Esta mirada de Marcos nos introduce en la verdadera realidad de la Iglesia, la que también hoy sucede. Dios sigue actuando con sus ministros y con todos sus fieles en medio del mundo y sigue confirmando, con signos de diversa clase, el poder de su palabra.

San Marcos indica algunas señales: “echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño…”. En todos esos signos veía san Agustín prefigurado un milagro mayor: que seguirían habiendo conversiones. Lo corroboró en sí mismo y en su época y también nosotros podemos comprobarlo en el tiempo que nos ha tocado vivir. San Marcos nos ha dejado un Evangelio en el que está contenida la Vida, y nosotros vemos como esta Vida atraviesa la historia con su poder transfigurador.