Nuestra Señora del Buen Consejo. Nuestra Señora de la Cabeza. Santos: Isidoro, obispo de Sevilla y doctor; Anacleto (Cleto), papa y mártir; Marcelino, papa; Pascasio, Clarencio, Lucidio, obispos; Pedro, Basilio, obispos y mártires; Claudio, Cirino, Antonino, Vidal, mártires; Ricardo, monje; Exuperancio (Esperanza), Guillermo, Peregrino, confesores; Valentina, viuda y mártir; Alda, viuda; Rafael Arnaiz Barón, monje trapense, beato.

Sevilla está de fiesta con la celebración de su santo y cultísimo arzobispo Isidoro. Eran los tiempos en donde se aunaban con el mismo apasionamiento los vivos deseos de los reyes y pastores para lograr la unidad patria. Se pensaba que el medio había de ser la común fe cristiana; pero la dificultad estribaba en que, mientras el rey Leovigildo era arriano, la muchedumbre de los súbditos era fiel a la doctrina romana con Leandro, el campeón de la fe. Hasta la conversión de Recaredo hubo momentos de crisis como la muerte el Hermenegildo y el destierro más o menos voluntario de Leandro a Constantinopla.

Isidoro provenía de una familia hispanorromana cuyos cuatro hijos han pasado a los altares: Leandro, Fulgencio, Florentina y el benjamín Isidoro, que debió de nacer en Sevilla alrededor del año 560, cuando ya sus padres se habían asentado después del abandono de Cartagena por no poder soportar la dominación de los bizantinos de Justiniano.

Lo educó y apadrinó su hermano Leandro, obispo de la metrópoli hispalense desde el 578. Este buen arzobispo había fundado una escuela donde se impartían las enseñanzas de griego, hebreo y latín, pudiendo pasar después al monasterio los alumnos más aventajados, si se mostraban dispuestos a soportar una vida de mayor rigor ascético.

Este fue el caso de Isidoro. Monje ejemplar por su ascetismo y observante, llegó a ser abad y escribió para sus monjes un código de leyes –regla– que pusieran orden en la vida monacal; cuidó con paciencia y empeño promover la alabanza a Dios, el trabajo manual necesario para la supervivencia y organizando un magnífico estudio donde los pergaminos, códices y libros fueran considerados casi sagrados. Allí se leía y copiaba tanto a los Padres antiguos como a los escritores profanos, y se cuidaba enfáticamente el estudio de la Sagrada Escritura.

Sucedió a su hermano en la sede de Sevilla en el 601. Presidió el concilio de Sevilla del año 619 y el IV de Toledo en el 633, que –entre otras cosas– sirvió para unificar la disciplina litúrgica hispánica, organizar la vida religiosa y cuidar sus instituciones.

Por propio testimonio, se conoce su pensamiento sobre lo que debería ser el obispo para tener solidez de doctrina teológica: entre sus principales deberes menciona el estudio de la Sagrada Escritura y leer las vidas de los santos; para atender a sus fieles, había de ser hombre de intensa oración, ejercitar especialmente la caridad con los necesitados y hacer visita anual a los fieles.

Se ocupó de la formación del clero que le ayudaba en el cuidado pastoral, fundando una escuela catedralicia; propició la vida en común de su presbiterio, dando él mismo ejemplo, y dictó normas para ayudar a cuidar la castidad, como la de procurar que las mujeres que atendieran a los clérigos fueran «personas sin ninguna sospecha».

Isidoro fue uno de los hombres sabios que abarcó todas las ramas del saber de su tiempo. Entre sus numerosas obras, tienen contenido teológico Sententiarum libri III, contra Iudaeos, Quaestiones adversus Iudaeos et ceteros infideles; de su producción bíblica merecen destacarse Quaestiones in Vetus Testamentum, Proemiorum libri unus, De ortu et obitu patrum, De numeris y Allegoriae quaedam Sacrae Scripturae; sobre liturgia y disciplina eclesiástica sobresalen De ecclesiasticis officiis y Regula Monachorum; obras históricas son Crónica maiora, Historia Gothorum, De viris illustribus y De haeresibus; otros escritos profanos son Differentiarum libri duo, Synonimorum libri duo, De natura rerum y De ordine creaturarum, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas. De todos modos, la estrella de todos sus escritos es Etymologiae, con veinte libros.

Su producción literaria no tiene mucho de original; aprovecha todas las fuentes de carácter tanto eclesiástico como civil, religioso y pagano. Pero la difusión que tuvo su pluma es lo que le proporciona verdadera importancia en la cultura europea, por haber llegado a ser el vehículo de transmisión del saber al ponerse como texto obligado en las escuelas medievales. Su estilo es sobrio y sencillo al tiempo que preciso y transparente.

Esta luminaria de piedad y saber, que fue linterna para poder palpar en muchos siglos tenebrosos, murió muy anciano el 4 de abril del 636. Dante escribirá en la Divina Comedia que en el Paraíso «vio llamear el espíritu ardiente de Isidoro».