Hch 16,22-34; Sal 137; Jn 16,5-11

Pero ¿no es una condición demasiado fuerte? Conviene que me vaya, nos dice el Señor. ¿No hubiera podido quedar entre nosotros como el Viviente al que pudiéramos tocar y meter la mano en su costado? Rara conveniencia la suya, ¿no? Si estuviera entre nosotros como en aquellos días antes de la Ascensión y Pentecostés, podría pensarse que las cosas de la Iglesia estuvieran seguras: el mismo Jesús resucitado respondería por sí; nosotros solo intervendríamos como contempladores del espectáculo, como ya nos aconteció en la cruz. Pero, no, no es ese el camino elegido por Dios. No hemos de ser comparsas en el espectáculo, sino actores. Los protagonistas seremos nosotros en la Iglesia, que es, ya lo sabemos, la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Cosa rara, ¿no? ¿Es que Dios ha considerado que este procedimiento es más seguro, pues más empeñativo? No le bastas con que seamos espectadores. Quiere que seamos actores. Que sus palabras y sus acciones sean proferidas a través de la propia lengua que las pronuncia y de nuestro hacer que las realiza. Ahí está el misterio del ‘esto’. Quiere que nosotros seamos otros Cristos, enviados al mundo para hacer real la Palabra enviada con nuestra palabra; para realizar los signos que son gestos de Jesús en nosotros. No nos lavó los pies en la última Cena para quedar bien, sino para que aprendiéramos lo que es ser como él. Pide de nosotros no solo que nos pongamos a su servicio, sino que nuestra vida sea servicio con nuestros hermanos.

Y todo esto nos será ahora posible, puesto que vendrá el Defensor. El Espíritu, que es Espíritu Santo, Espíritu de Dios, puro Amor. La misericordia del Señor es eterna, por eso no quiere dejarnos, convirtiéndonos en meros espectadores del espectáculo, sino que busca de nosotros hacernos actores. Busca que nuestras palabras puedan tener la resonancia de su propia voz, aunque pronunciadas por nosotros. Busca que nuestras acciones sean realidades suyas, ofrecidas al servicio de los hermanos que tanto nos necesitan. Nos hace actores de este maravilloso espectáculo. Para eso ha de enviarnos su Espíritu defensor. Quiere, así, que el espectáculo se transforme en función nuestra, en la que nosotros seamos los actores porque hacemos ‘esto’ en memoria de él. Un esto ahora posible ya que su Espíritu hará de nuestra carne su templo.

¿Qué tengo que hacer para salvarme, nos pregunta Lidia? Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia. Soy yo, precisamente yo, quien se lo dice. ¿Cómo es posible que el Señor haya dejado una cosa tan importante en mi palabra, tan poca cosa, y en mi hacer, tan menesteroso también él? Le digo a ella, a mi Lidia, lo que yo mismo debo hacer: creer en el Señor Jesús. Pronunciando palabras de salvación para ella, se me conmueven mis entrañas buscando lo que predico. ¿Será que tengo fuerzas para que ella y su familia crean, fuerzas que son mías, solo mías? No, evidentemente no. Las mías han des ser pequeñas palabras y pequeñas acciones en la Iglesia de Dios y de Jesucristo, que abren sus puerta. Poca cosa en apariencia, pero que sacramentalmente ungen con el Espíritu defensor. Asombrosa pequeñez la mía, la nuestra, la de su Iglesia, que, sin embargo, mediante el ‘haced esto en memoria mía’ se acrecienta con la grandeza misma del Señor que, por su Espíritu, ha de pasar por mí y por ti y por la Iglesia para hacerse realidad de salvación nueva.