Hch 18,1-8; Sal 97; Jn 16,16-20

Estamos tristes: el Señor se nos va. No entendemos qué quiere decir, por qué ni a donde se nos va. Lo querríamos acá, juntito a nosotros. Necesitamos tanto de él. ¿Qué va a ser si no está junto a nosotros? Dice que se va al Padre, pero ¿cómo entenderlo si apenas sabemos que haya un Padre Dios? Lo hemos conocido así porque él nos lo ha dicho, rezad así: Padre nuestro. Pero no sé si sabemos mucho más de él. Quisiéramos la seguridad de que se quede junto a nosotros, de que lo podamos ver y tocar; de que al despertarnos o volver de nuestras correrías lo tengamos ahí, junto a nosotros. Sí, ya sé, me vas a decir que tras la muerte en el espectáculo de la cruz que vimos de tan lejos, tan asustados, luego se nos apareció como el Viviente. Eso es verdad, y estamos que no cabemos de gozo, Pero no querríamos que se nos fuera: esté siempre como ahora, bien visible, a la mano. Necesitamos tanto de su cercanía, de su cariño. Pero él se empeña: Me voy con el Padre. ¿Se ha aburrido de nosotros y no tiene confianza en lo que somos? Si se va él a su Padre, ¿podremos nosotros seguir llamando Padre a Dios? Su lejanía, nos alejará de Dios. Hemos llorado y nos hemos lamentado con el espectáculo de la cruz, mientras el mundo estaba alegre. Es verdad que, luego, se ha acercado a nosotros como el Viviente que ya no muere más. Pero ahora lo queremos para nosotros, que no se nos vaya más, ¿lo podríamos resistir? No te vayas de nuevo, Señor, no te vayas. Qué será de nosotros cuando tú ya no estés a nuestro lado. Es verdad que en la cruz has vencido al pecado y a la muerte para siempre, y de que ya no mueres más. Es verdad que con ella nos has justificado de nuestros pecados y has alejado la muerte de nosotros, pues viviremos siempre para ti. Vivimos contigo y resucitamos contigo. Todo ello es verdad, pero no nos dejes, Señor, no dos dejes, que quedaríamos indefensos y sin consuelo.

No sabemos. Somos un pequeño grupito que esperamos todo de ti. Ya ves, poca cosa, como Pablo nos ganamos la vida como tejedores de lona. Bien poca cosa. Esperamos que no te vayas, y si te vas, que vuelvas enseguida. No nos dejes solos, pues ¿qué haríamos sin ti? Somos Iglesia, bueno, iglesita más bien, pero nos encontramos sin posibilidades de anunciarte a ti con fuerza. Apenas si nos salen las palabras de la boca. Apenas si acabamos de comprender que todo el espectáculo de la cruz cumplía las Escrituras. Todo se ha consumado, dijiste. Lo anunciado se cumplía. Pero queda ahora el presente y el futuro. ¿Qué haremos si tú nos dejas? ¿Cómo viviremos ese empeño si tú no nos envías al Consolador, al Defensor, a quien es tu Espíritu y del Padre? Si fuera así. Si nos constituyeras en Iglesia de la cual tú fueras pieza fundante, cabeza, entonces quizá podríamos hablar en tu nombre, actuar en el servicio que tú nos has enseñado. No estaríamos solos. No seríamos individualidades esparcidas por el mundo, dependientes de nuestra palabra y de nuestras fuerzas, porque tú, de manera asombrosa, aún estarías con nosotros. Con mayor fuerza si cabe. Que tu carne y tu sangre que palpamos y vimos caer de tu cuerpo exánime, se hagan sacramento eclesial para nosotros con la fuerza de tu Espíritu.