Hch 1,1-11; Sal 46; Ef 1,17-23 o Hb 9,24-28, 10,19-23; Lc 24,46-53

Porque Jesús, ahora que era el Viviente, que le pudimos meter el puño en la herida del costado de donde le había salido sangre y agua, y gritamos junto a Tomás: Señor mío y Dios mío —él, que había sido incrédulo como nosotros—, ascendió a lo alto de los cielos, para sentarse a la derecha de Dios Padre. No se quedó zascandileando entre nosotros, como sin saber qué hacer ni a donde ir. Entre aclamaciones de gloria, fue recibido en el lugar que era el suyo. Aportaba ahora a ese lugar, en el seno de la Trinidad Santísima, su carne traspasada en la cruz. Sorprende que en ese bajar al anonadamiento para, luego, ser levantado a lo alto, se realizan dos acciones insospechadas: su carne es carne de Trinidad, del Hijo, y lo es para el siempre, siempre, siempre, y en contrapartida de ello, nosotros hemos sido justificados por la fe en él, de modo que ni la muerte ni el pecado tienen ya alcance sobre nosotros. Prueba de lo que está aconteciendo en el círculo que se anuda allá donde comenzó, en el seno de Dios, estará en el día de Pentecostés que está llegándose a nosotros. Acción Trinitaria. En la Ascensión, termina la del Hijo, con su carne crucificada en la gloria de Dios, mas nos falta algo todavía de parte de Dios: el envío de su Espíritu, del Padre y del Hijo, el fluido de amor que une al Padre y al Hijo y que se nos envía para que se haga en nosotros realidad de Iglesia. Porque estamos llegando a ese momento insuperable en el que el Espíritu vendrá a nosotros, haciéndose con nosotros, el momento en el que baje a posarse en cada uno de los miembros de la comunidad reunida de nuevo en el cenáculo, conformando su Iglesia, de la cual Jesús es la cabeza.

Suele parecernos la Ascensión una fiesta litúrgica sin demasiada importancia; una fiesta como de pasada entre Pascua y Pentecostés. No es así. En ella se cierra el bucle de nuestra salvación y se nos abre la posibilidad de recibir el Espíritu que viene desde el trono de gloria en el que se sientan el Padre y el Hijo. El Hijo bajó al seno virginal de María, encarnándose en carne como la nuestra, en todo igual a la nuestra, excepto en el pecado. Vivió el silencio de Nazaret y las apreturas de los tiempos correderos entre Galilea y Jerusalén. Sudando sangre, subió a la cruz, tras arrastrar el madero ayudado por el Cireneo, para morir en ella: Todo se ha cumplido. Pero luego, entre nuevos gritos, sofocos y carreras, resucitado, apareció a los suyos, haciéndose presente a ellos en su carne transfigurada ya por la gloria del Padre. Ahora, en la Ascensión, se completa el ciclo: bajó a nosotros, asumiendo nuestro pecado y nuestra muerte, para subir hasta el Padre, preparando el camino de nuestra salvación. Todo ello, produjo una diástasis, el tiempo de Dios se estiró en tiempo de Iglesia para que nuestra salvación se obrara en la realidad de los  sacramentos, que surgieron del costado de Cristo: el sacramento del bautismo y el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor. El Hijo, Jesús, el Cristo, tenía que sentarse a la derecha del Padre para revalidar todo el bucle de su descenso de lo alto y ascensión a la gloria, dejando lugar en su Iglesia para su Espíritu.