Hch 19,1-8; Sal 67; Jn 16,29-33
Podríamos quedarnos en una visión interesante del bautismo de conversión de los pecados que predicaba Juan. No estaría mal llegar hasta ahí: ser conscientes de que somos pecadores y buscar los medios para convertirnos y acercarnos al bien hacer. Sobre todo para los que estamos en la cercanía de la Biblia, libro interesante por tantos conceptos para llevar una vida digna. Mejor aún si, además, conocemos a ese personaje tan asombroso que es Jesús, quien nos pondría en una mayor cercanía de Dios. Es verdad que con alguna frecuencia nos quedamos perplejos de nuestra carne de pecado y queremos salir de ella. Nos gustaría convertir nuestra vida, es decir, verterla hacia Dios. Conseguir eso no es poco. Pero ¿nos basta?, ¿eso es todo lo que nos ofrece la cercanía de Jesús? Porque, ¿de dónde sacar las fuerzas para convertir nuestra vida?, ¿nos basta con mirar bien a Jesús y buscar ser como él en tantos puntos que nos gustan de él, de su comportamiento, de sus parábolas que tanto nos enseñan? ¿No sería esta, en definitiva una vida sin cruz? Primero, sin la cruz que Cristo llevó a sus espaldas con todo su peso y en la que murió ajusticiado. Y, luego, sin nuestra propia cruz. Mas ¿qué?, ¿deberemos echar suspiros al aire por la cruz como si fuera algo deseable? No, no. No.
Porque hay cruz en la vida de Jesús, tras la Ascensión, viene a nosotros el Espíritu Santo; viene a nosotros la Iglesia de Dios y de Jesucristo, como sacramento de Dios para nosotros. Si el pecado fuera algo transitorio y de poca entidad, que no nos impidiera llegar a ser en plenitud, algo de lo que pudiéramos salir con nuestras propias fuerzas, como si voláramos al cielo estirándonos de las orejas; como si solo necesitáramos pasar un paño húmedo por encima de nuestra carne para lograr el brillo de la gloria de Dios en ella. No tenemos conciencia de cruz, porque no tenemos conciencia de pecado. Y, a la vez, no tenemos conciencia de pecado, porque nada sabemos de la cruz. Cuando el pecado no es real y pesante, nada nos importa la cruz, ni la de Cristo ni la tuya y la mía. A lo más, nos decimos: de haber estado yo entonces, todo hubiera sido distinto, el dulce actor que con sus solas fuerzas hubiera liberado a Jesús de su cruz, y que liberará a todos aquellos que hoy sufren una cruz parecida en su ignominia.
Insensato de mí cuando piense y viva así. ¿No será que cuando miro la cruz me doy cuenta del abismo de mi pecado y de lo bien que me tiene agarrada la muerte? Solo cuando miro a la serpiente que está clavada en el palo, me hago consciente de mi pecado; me doy cuenta de que en esta y en la otra y en la otra ocasión he ofendido a Dios porque he ofendido a mi hermano. Y solo entonces, por la fe en la cruz de Cristo, solo por ella, obtengo la redención de mis pecados y de la muerte. Solo entonces comprendo quién me ofrece la salvación y en dónde me la ofrece. No en mi enteca individualidad, sino en la participación plena del agua y de la sangre que salieron del costado de Jesús en la cruz, y que se me ofrecen como sacramentos en la Iglesia. Y es entonces cuando puedo comprender la humildad de aquellas palabras: fuera de la Iglesia no encuentro salvación.