Hch 1,15-17.20-26; Sal 112; Jn 15,9-17
Un arranque de amor puede que sea factible, pero seguir en él de manera continuada, permanecer en él, es cosa que supera con creces lo que somos. Y eso es lo que nos pide Jesús. Que seamos como él, pues él permanece en todo momento en el amor del Padre; en el amor con que el Padre le ama. La fuente del amor no somos nosotros, eso es la más pura de las evidencias, pero esa fuente ni siquiera es el Hijo, sino el Padre; de él es de donde procede nuestro amor y de él es de donde procede el amor que el Hijo nos tiene. Por eso puede él permanecer en el amor que nos tiene, y nosotros podemos permanecer en el amor que le tenemos a él. Pero hay una prueba de que ese amor permanece en nosotros: cuando cumplimos lo que es su voluntad para nosotros. Juan dice cuando él, y nosotros con él, cumplimos los mandamientos de nuestro Padre. Pero, cuidado, no nos confundamos. No es un conjunto de reglas y preceptos que Dios nos ha impuesto y debemos cumplir. Incluso no podemos olvidar que los diez mandamientos se enuncian de modo negativo: no matarás, sin con ello, en principio, decirnos qué debemos hacer, aunque, es claro, nuestro comportamiento deber ser tal que lleve a nunca matar; hay un hecho, el matar, y todo un ámbito de vida que girará en torno a lo que podría llevarnos a matar, en donde deberemos ser extremadamente cuidadosos. El mandamiento será, pues, una cuestión de cuidado: de cuidadoso cuidado. Debemos ser fieles en nuestro cuidado del otro para no matar. No podemos ocultarnos del Señor, como Caín, para matar a Abel. Y el cuidado es, a su vez, cuestión de amor. Mas la plenitud del amor nos viene del Padre, de donde procede la torrentera de ese amor que para él es su mismo modo de ser, ser en completud.
Una torrentera de amor que, procediendo del Padre, nos llega por medio del Espíritu Santo. Ahora, pues, precisamente ahora, es cuando, habiendo subido Jesús, el Hijo, al seno del Padre, nos va a enviar el Espíritu con la fuerza de la gracia de Dios que nos santifica. Una fuerza, pues, que llega a nosotros por nuestra fe en quien muriera por y para nosotros en la cruz. Esa torrentera de amor que nos llega tiene en nosotros una puerta: nuestra fe en Jesús, el Cristo; en que en él se ha cumplido lo anunciado desde antiguo: que el Señor está con nosotros para siempre. La sola fe en Cristo Jesús, muerto en la cruz y resucitado a la vida perdurable por la fuerza del Espíritu de Dios, nos adentra en los abismos insondables del amor de Dios. Si cerráramos esa puerta, estaríamos clausurando la acción de Dios en nosotros que nos justifica ante él. La cruz habría sido una muerte inútil. Ascendiendo Jesús al seno del Padre, no nos abriría la puerta del amor de Dios; quedaría cerrada para siempre. Puerta bien delgada: la puerta de nuestra fe en Cristo Jesús. En ella es donde permanecemos en su amor. Por ella viene a nosotros el beneficio de la cruz. Ella hace que no sea vano ese sacrificio. Es nuestra aportación al camino del Señor. Podemos decir: no quiero, no creo, no me da la gana; pero, también, con ayuda de la gracia, podemos decir: creo, quiero, cuida de mí en el sacramento de tu Iglesia.
Tenía la Iglesia tal confianza en el Espíritu, que echaron a suertes.