2Co 6,1-10; Sal 97; Mt 5,38-42

Vano sería si después de recibir la gracia, la dejáramos escapar como si fuera agua echada en un cesto. ¿Cuándo será así? Cuando no lo calafateamos con la fuerza del Espíritu que hace de nosotros su templo. Es él quien tapona los resquicios por los que se marcharía la gracia que nos santifica. Porque, ni siquiera esto, no somos capaces de guardar la gracia que nos justifica, caso de que el Espíritu del Señor no nos sostenga. ¡Que debilidad! Mas lo que era pura debilidad se hace fuerza, porque la gracia santifica nuestras acciones y nuestras vidas. Esa gracia no es algo que queda ahí abandonada, sin ejercitarse en eso que es, gracia de Dios que remueve nuestro ser en busca de nuestro ser en plenitud. Con ella, todo nos es posible. Con él, todo es realidad en nuestra palabra y en nuestra acción. Luchas, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer: nada nos doblará porque el Espíritu del Señor estará siempre con nosotros. Son los dones del Espíritu los que nos ennoblecen con el amor sincero que se nos dona. Sin medida. Sin tino. Llama la atención que así sea. Si se quedara en la primera justificación que obteníamos por la gracia de la fe, no terminaría resultando, porque echaríamos en saco roto la gracia de Dios. Pero no, esa gracia nos toma por dentro, tupe los intersticios por los que podría salir de nosotros esa gracia, dejándola escapar, y de esta manera la gracia de Dios primero nos justifica y luego nos ayuda a proclamar su palabra, a vivir sus acciones, a servir lavando los pies de nuestros hermanos, a distribuir el pan de la eucaristía. Nos ayuda a llevar la cruz de Jesús como el Cireneo. De esta manera, con amor sincero, llevaremos el mensaje de la verdad y la fuerza de Dios.

Cantemos, pues, un cántico nuevo, porque el Señor ha hecho maravillas en nosotros. Su diestra nos ha dado la victoria. Por nosotros y con nosotros da a conocer su victoria y revela a las naciones su justicia. Así, podremos salirnos de la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Así, podremos no hacer frente a quien nos agravia. Qué fácil decirlo, pero qué difícil hacerlo. Poner la otra mejilla a quien me golpea. Darle la túnica a quien me quita la capa. Caminar con quien requiera mi ayuda. Porque estos son nuestros méritos. Aquí nos encontramos con las obras. ¿Seremos capaces?, ¿las haremos cosa nuestra? Da a quien te pide. No andes cloqueando al decirte: no, que trabaje, es un vago; no, nunca, tengo yo razón y es él quien ha empezado la fatigosa lucha; me ha robado y lo denunciaré, no puede consentirse lo que me ha hecho.

¿De verdad que lo haremos, o nos comportaremos, finalmente, como corresponde a los que son de este mundo? ¿Qué haremos con el mendigo que nos pide, porque es posible que con su pedir hasta gane más que yo? ¿Echaremos abajo las reglas de la convivencia civil y económica, o, más bien, lo nuestro no será sino un mero decir imaginativo? ¿Dónde está la raya de la realidad a la que nos debemos como seguidores de Cristo? Algunos decían: hay que dar justicia y no misericordia. ¿No tendrán razón, a la postre?

¿Qué es para nosotros, en la realidad de nuestra vida, la misericordia? ¿Deberemos perderlo todo para llegar a la desnudez de Jesús en la cruz?