2Co 11,18.21b-30; Sal 33; Mt 6,19-23
¿Cuál es esa carga de cada día? La misericordia. Al contemplarla, quedaremos radiantes. Porque es otro nombre del amor; es nuestro tesoro en el cielo, donde ponemos nuestro corazón; es el ojo, la lámpara del cuerpo, la única luz que tenemos, pero si ella obscurece, ¡cuánta será la negrura de nuestra vida! Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. Esa es la mirada de misericordia del Señor, pero ¿cuál es nuestra mirada? Fuerzas no tengo, ni tampoco riquezas, ¿qué le podré dar?, ¿le podré satisfacer con algo? Con esa mirada llena de misericordia que nos viene de Dios a través de Cristo Jesús clavado en la cruz. Imaginad la mirada con la que nos miró allá, cuando miraba a María, su madre, y al discípulo amado. ¿Qué les podía dar, ahora que se alejaba de ellos adentrándose en el seno de la muerte? Sabía que ni en la muerte les iba a abandonar, pues los dejaba en las manos de Dios, su Padre. Una mirada llena de misericordia convirtiéndose en esperanza en que no todo terminaba en esa mirada que se hacía opaca con la muerte. Quizá ni tú ni yo podemos más que este mirar como el de Jesús, pero ¿no es una mirada que llena la vida? Una mirada de fe que nos transmite ese rostro radiante de Dios, torrentera de amor que nos acoge, justificados, en el seno de la misericordia al que ha ascendido Jesús, el Hijo. Mirada de misericordia que es mirada del Espíritu, quien ha hecho de nosotros su templo. ¿No es esto lo que nos ayudará a soportar la pesantez de nuestra carga?, a quien dirijamos esa mirada que nos viene de Jesús, ¿no le ayuda también a soportar la carga de cada día? La misericordia, así, está en la mirada.
¿De qué presumen?, ¿acaso soy yo el presuntuoso? Pablo se revuelve ante los que le desprecian. Él tiene de lo que presumir y de lo que darse importancia, y es doloroso a la vez que genial ver cómo desenvuelve todo lo que ha sido su vida de predicación y la carga de cada día. Podría envanecerse, tiene razones imperiosas para ello. Mas, puestos a presumir, nos dice, presumiré de lo que muestra mi debilidad, circunvalada por la misericordiosa de Dios.
Decir que amamos con la fuerza de Dios es más que notable exageración, aunque, quién sabe, si amamos con la fuerza del Espíritu que habita en nosotros y nos ofrece sus dones. Pero hay algo que sí podemos ofrecer a quien necesita de nosotros, esa mirada de misericordia ante el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas, de los que están lejos de nosotros, pero a los que podemos atender con esa mirada. Posiblemente poco más que ella les podremos ofrendar, pero ¿quién dice que es poco? ¿No es esa mirada la que me ayuda a soportar la carga de cada día? ¿No podré, pues, afiliarme a ella para mirar con resplandor a quien sufre y me necesita? Ni oro ni plata tengo, pero puedo ofrecerte esa mirada que remite a Jesús, para que, contemplándole, quedes radiante. Mirada de amor, por supuesto, sabiéndose bien poca cosa, apenas una nonada. Pero una nonada que calienta el corazón y la vida de quien, a través de mi mirada, es mirado por el amor resplandeciente de Dios que se nos ofrece en Cristo. Mirada que, en él, nos viene del sufrimiento de la cruz abríéndose ya a la gloria del Padre.