Za 12,10-11.13,1; sal 62; Ga 3,2629; Lc 8,18-24
Sedientos de Dios. No siempre, es verdad, a veces nos olvidamos de él, pero, poco importa, nuestra alma está sedienta y nadie sino él puede cubrir esa sed. Nuestra capacidad para la sed es infinita. Nunca terminamos con ella. Cuando parece que sí, que ya la hemos colmado, surge a borbotones nueva sed. Es verdad que al final de la vida parece que en algunos se apaga, porque ya están hartos de vivir o, por el contrario, porque se ha hecho ya sed tranquila, una sed que sabe quién y cómo la puede saciar. Pero, en el mientras tanto de la vida, acontece que nuestra sed surge a borbotones de nuestro corazón. ¿Qué pasa en nuestro interior? Que parece no ser saciado por nada que nos venga de fuera; de las cosas de fuera. Solo las personas tienen entonces importancia para nosotros. Solo el roce de las personas a las que amamos puede hacernos pensar que ellas llenarán nuestra sed. Y es verdad, en una parte lo consiguen. Pero ese roce al que me refiero no completa lo que somos, mejor, lo que podemos ser cuando el Señor estira suavemente de nosotros hacia sí. No es que, entonces, abandonemos la sed de aquellos a los que queremos, de modo que ellos nos completen, pero hasta esa dulzura del amor a los que queremos y de habitar los hermanos unidos no es bastante. Nos cabe más. Lo comprendemos cuando contemplamos a Jesús en la cruz, cuando desde ella nos dice: Ahí tienes a tu madre. La sed, entonces, se hace tan acongojante en su poder, que nos deja sollozantes. Nada nos basta. Nada del amor y de la misericordia rechazamos, por supuesto, pero todo ello termina, no sea más que por causa de la muerte. Mi alma sigue sedienta de Dios, como si todos los amores anteriores fueran no más que un ensayo general para esta sed que nunca se apaga; que solo Dios puede completar. Porque cabe mucho en nuestras interioridades y, seguramente, ninguna criatura puede llegar a completar ese caber. Solo Dios cabe en nosotros, llenándonos a rebosar con su amor y misericordia infinitas. Anhelamos ese amor infinito. Solo él, que estira de nosotros con suave suasión, puede completar lo que somos; lo que es nuestro ser en plenitud.
Solo él, a nosotros, hijos de Dios por la fe en Jesucristo, nos dice algo asombroso. Si quieres ser como él, si quieres seguirle, niégate a ti mismo, carga con tu cruz cada día y vete con él. Nos ofrece, así, un camino asombroso: abandonarlo todo, abandonar a todos, al menos en apariencia real, para darnos solo a él, para que sea él quien nos llene por completo, con esa completud que rebose sobre nuestra plenitud. Y esto es, precisamente, cuando nos damos a ese abandono todo su amor y misericordia se nos sobran por todos los entresijos de nuestro ser, de modo que nuestra mirada abarca a todos los que parecíamos abandonar, y este número aumenta con creces para que tengamos sobre ellos una mirada de misericordia. La misma que él tiene con nosotros llenándonos en su completud. Nos venos, así, revestidos de Cristo, a quien confesamos como el Mesías de Dios. Mi alma está unida a él y su diestra me sostiene, y de ese modo todos comienzan a caber en la mirada de mi corazón: una mirada llena de la sed de Dios para con nosotros y de nuestra sed con los hermanos todos.