Gn 15,1-12.17-18; Sal 104; Mt 7,15-20
Creyó en Dios, y esto, solo esto, lo hizo justo ante él; se contó en su haber dice el texto del Génesis, que nosotros leemos, evidentemente, desde el NT (Rom 4,1-25). El Señor se unió en alianza con Abrahán después de que este creyera en la promesa que le hacía de un pueblo numeroso que saldría de sus entrañas. ¿Entrañas de sangre? Entrañas de fe, que es lo que se contó en su haber, lo que le valió de justificación. Es asombrosa la manera de entender la promesa y la alianza entre Abrahán y Dios tras sacarle de la tierra de Ur de los Caldeos. Un Dios que, hasta que revele su nombre a Moisés en lo alto del monte, será llamado el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No un Dios de abstracciones, sino el Dios de un pueblo. Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios. Revelaré cara a cara el corazón de la ley, los mandamientos, al pueblo (Dt 5,4: cara a cara habló el Señor con vosotros en la montaña, desde el fuego, recuerda Moisés al pueblo convocado). Dios le prometió descendencia numerosa, y él creyó. Descendencia carnal, pero Pablo entiende que primero fue la palabra de salvación de Dios en la que Abrahán creyó, y luego vino la descendencia. Primero y decisivo fue que creyera en su Dios. Nosotros somos hijos de esa fe. No de la sangre de Abrahán, que vino después, sino de su fe, que fue primera. Somos hijos suyos, salidos de las entrañas de su fe. Luego, al final de aquel día en que nació la fe de Abrahán cuando creyó en el Señor, se realizó la alianza: A tus descendientes de carne les daré esta tierra. No un toma y daca: yo te doy y tú me das en el acto en donde se asegura que en el mismo momento y por los mismos derechos uno da y otro recibe, uno recibe y otro da. La alianza tiene dirección y sentido. Y el Señor se acuerda de su alianza eternamente, la alianza sellada con Abrahán, el juramento hecho a Isaac, como cantamos con el salmo.
Los frutos de la fe desde Abrahán nos son bien conocidos. Por eso Jesús, muy razonablemente, puede decirnos que por nuestros frutos nos conocerá. No frutos en parangón de aquel toma y daca, sino frutos que salen de mí, mejor, de ti, de vosotros, porque primero creíste y esto fue contado en tu haber como justificación. El Señor, por esa fe tuya, te tomó en sus manos y te salvó, redimiéndote de la obscuridad del camino que recorrías dirigiéndote a la destrucción, como los habitantes de Sodoma y Gomorra. Por sus frutos los conoceréis, insiste Jesús. Porque hay —quizá sería mejor poner somos— profetas falsos, que dicen hablar en nombre de Dios, pero por dentro son lobos rapaces. Dios no los justifica, no cuenta sus obras en su haber, porque no creen sino en sí mismos y su mirada busca su propio ombligo, que es su ídolo principal, rodeado de toda una cohorte de otros dioses que cubren su voluntad. Sus obras, así, son frutos malos, que no proceden de ninguna suave suasión de la mirada y de las manos de Dios a través de Jesús, su Hijo, colgado en la cruz. Nuestra justificación, pide primero nuestra fe, como la fe de Abrahán, entonces será cuando nuestras obras sean contadas en nuestro haber. Mas, todo es gracia, porque hasta la fe es gracia.