Gn 16, 1-12.15-16: Sal 105; Mt 7,21-29

Hablamos de fe y de justificación, y está muy bien. Mas deben ser edificadas sobre roca. Pues podríamos pensar que la fe es cosa mía y solo mía, dependiente de mi querer y voluntad, y que ella, solo ella, entendida de esta manera, es la que nos justifica. Es verdad, es fe en Cristo Jesús y justificación por la gracia de Dios, pero se nos podría colar en esa comprensión algo sorprendente: que las construyamos sobre terreno blando, de modo que con una lluvia arrecida se nos cayesen los sombrajos. Deben ser construidas sobre roca. Porque podríamos pensar que se construyen sobre mí mismo, en los senos de mi propia configuración de interioridades. Tengo fe, por supuesto que en Jesús; estoy justificado, por supuesto que por la cruz de Jesús. Pero ambas querrían conformarse no más que en la pura individualidad. Asunto individual entre Dios y yo, asunto individual entre yo y Dios, que no pasarían por la virulencia agresiva de mi carne ni por la carne de Dios. Así, fe y justificación no serían sino cuestiones particulares de mi individualidad en mi trato con Dios, aunque, por supuesto, en Cristo Jesús, pero, para decirlo de sopetón, no pasarían por la sacramentalidad de la Iglesia. La fe en Cristo Jesús no se daría en la Iglesia. La justificación de mis pecados tampoco se me donaría en la Iglesia; su existencia en mí, en última instancia, nada tendría que ver con el bautismo ni con la eucaristía. Sería algo puramente personal entre Dios y yo, entre yo y Dios.

¿Puede ser así? Claro que no. Mi fe y la justificación por la gracia los adquiero porque se me donan en la Iglesia; porque se edifican sobre roca, y esa roca es la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Por eso, no es aventurado ni tonto decir que fuera de la Iglesia no se nos dona la salvación. ¡Menudo mondrongo nos has metido, pensará alguno! ¿Será que nos quieres hacer caer en el imperio terrenal de una autoridad falsada de la que tanto esfuerzo cuesta salir luego? No, no es así, pues ahí se nos ofrece nuestra fe en Cristo Jesús y ahí quedamos justificados por la gracia misma de Dios. Mi fe tiene origen, está edificada sobre roca. Ningún sentido tiene decirme: yo creo, sino decirle: creemos. No es un decirme a mí mismo: yo creo, para quedar cerrado en mi propia individualidad. Este yo creo solo tiene verdadera plenitud cuando encaja en un creemos, un plural que se nos dona en la Iglesia. Creo porque creemos. Creo porque fui bautizado en la Iglesia, edificándome así sobre roca. ¿Podría decir yo creo sin referencia a los que me ofrecieron y me siguen ofreciendo su palabra? ¡Bah!, solo es agua y meros actos rituales. No, no, es sepultarme con Cristo para resucitar con él. Un sepultarme en las aguas de la Iglesia de Cristo. Un participar ahora en sus sacramentos. Un recibir como verdadera comida su carne y su sangre que se me ofrecen en el sacramento de la eucaristía, verdadera roca en la que se edifica la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Solo puedo decir yo creo con la carne, la de Cristo y la mía, y solo se puede decir en la Iglesia que me ofrece la carnalidad, la suya y la mía. Solo quedamos justificados cuando la gracia de Dios, que resplandece en el espectáculo de la cruz, porque somos miembros de la Iglesia, nos hace templos del Espíritu: quizá mediante la conciencia que nos hiciera miembros de deseo.