Dice el evangelio de hoy que la gente al oír hablar al Señor quedaban “asombrados”. Jesús en la sinagoga comentaba textos que ya conocían, pero les dabas un sentido nuevo. Hablaba con la autoridad de quien no comenta un texto extraños sino que explica el sentido preciso de unas palabras que él mismo ha dictado. Porque la Sagrada Escritura ha sido inspirada por Dios y, como recuerda san Juan de la Cruz, Dios en su Verbo nos lo ha dicho todo. La enseñanza de Jesús tenía otra característica y es que comunicaba vida. No era un mero discurso más o menos bien pronunciado o erudito, sino que tenía poder de sanar y por la fuerza del bien ponía en evidencia el mal.

Así sucedió que uno de aquellos días, entre quienes le escuchaban había uno poseído por un demonio. Ante la presencia de Cristo el mal queda al descubierto y así aquel espíritu inmundo comienza a proferir gritos. Es consciente de que Jesús viene a acabar con el mal. De ahí su pregunta “¿has venido a acabar con nosotros?”. Ese nosotros se refería a los demonios o quería englobar también al hombre que estaba poseído. No lo sabemos. Pero Jesús establece una diferencia muy grande. Ha venido a destruir el mal y el pecado, pero no al hombre. A este lo quiere salvar y para ello es preciso liberarlo de todo lo que le encadena.

Ante el poder de la palabra de Cristo dice el evangelio que todos quedaron “estupefactos”. De hecho la curación fue prodigiosa y hasta espectacular. Pero, como ha señalado un autor, no bastaba con esa estupefacción o asombro. Ese es un primer paso. Lo extraño es que hubieran permanecido indiferentes o que les hubiera parecido lo más normal del mundo. Pero nunca habían visto nada igual. ¿Qué les faltaba? Pasar del asombro a la fe. Reconocer que aquellos hechos prodigiosos que obraban a favor del hombre no eran producidos por una energía anónima sino que se daban por el poder de alguien que estaba ante ellos. De la admiración debían pasar a la fe.

Estamos aún en el Año de la Fe. Es un tiempo de gracia en el que se nos ofrece la posibilidad de crecer en esta virtud. Por la fe creemos lo que Dios nos enseña, pero también creemos en Él. Es decir, aceptamos lo que nos dice como verdadero, precisamente porque es Él quien nos lo dice. Aquellas personas veían las acciones de Jesús, reconocían la autoridad de sus palabras, pero debían también acoger su persona, darse cuenta de que debían creer en Él. Para nosotros es una llamada a ver si nuestra fe está centrada en la persona de Cristo. Por otra parte podemos ver una invitación a profundizar cada vez más. No basta con el asombro, aunque este se encuentre en el inicio de nuestra experiencia, sino que hay que ir al fondo de las cosas. Jesús no sólo quiere que contemplemos sus prodigios y sus obras maravillosas, sino que nos llama a la amistad con Él. Todo lo que realiza es para mostrarnos su amor hacia nosotros y en cada palabra y en cada gesto nos abre su corazón para que entremos en él y nos acojamos a su misericordia.

El evangelio de hoy acaba señalando que llegaban muchas noticias sobre Cristo a todos los lugares de la comarca. No nos bastan esas noticias cuando tenemos la posibilidad de una relación personal. Dejémonos atraer por Él y crezcamos en la amistad que nos ofrece.