Col 1,24-2,3; Sal 61; Lc 6,6-11
Qué maravilla, el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y que ahora, hoy, ante ti y ante mí, frente a nosotros está revelando a su pueblo santo, a los suyos. Cosa, pues, que tiene que ver con la intimidad misma de Dios. Había hecho alianza con el pueblo que él había elegido de modo que ese fuera el suyo. Pero ahora ese misterio de amor se ha dado a conocer a los suyos, es decir, a los gentiles que parecían haber quedado fuera de todo trato con aquel Dios. Un misterio que encierra gloria y riqueza para muchos, o lo que es lo mismo, para todos. Los gentiles ahora se vieron arrebatados por ese misterio que hoy se ha hecho visible entre nosotros. Cristo, ahora, es la esperanza para todos, la esperanza de la gloria que nosotros anunciamos. Con Pablo, deberemos luchar también nosotros denodadamente para anunciar a Cristo, y lo hemos de hacer con todos los recursos de la sabiduría; con toda la fuerza poderosa que él nos da también a nosotros. ¿O acaso seremos nosotros donde se retenga la esperanza de la gloria y ya no se anuncie más a Cristo, cortándose en nosotros la torrentera del amor de Dios para con nosotros y con todos? Un misterio que es Cristo. En él converge todo misterio, sea el de Dios, sea el de la Iglesia, sea el de los sacramentos, el bautismo y la eucaristía, sea el de la fuerza del Espíritu que llena nuestra carne, sea el de nuestro comportamiento una vez justificados por la fe en él. Por eso, mi alma descansa en Dios, porque él es mi esperanza; confiaremos en él, desahogando ante él nuestro corazón, porque él es nuestro único refugio. Él es nuestra alegría. En él podemos vivir en pobreza, porque él es nuestra riqueza.
Muchos no lo soportan. No pueden aceptar que en Jesús se nos revele el Misterio de Dios. ¿Cómo es posible?, se cree por encima de toda regla y de todo cumplimiento. Es desafiante. Letrados y fariseos de hoy están al acecho para pillarle en cuanto se dé la ocasión. Y Jesús acepta el desafío. Nadie, decimos, puede ser mayor que las reglas y cumplimientos que nos hemos dado. Hemos aprobado leyes que dejan claro lo que se pueden hacer y no hacer. Nadie tiene poder sobre ellas. Cállense él y los que dicen ser sus seguidores. Lo hemos decidido, hemos sumado mayorías, se ha hecho ley. Nadie se queje. Nadie se enfrente a lo que hemos proclamado. Ya no tienen palabra ni libertad. No se permitirá que ni ese Jesús ni sus secuaces sigan hablando y actuando en contra de las leyes del sábado que hemos aceptado como leyes para nuestro pueblo. Ya no tenéis nada que decir, engañando al pueblo que se ha dado definitivamente sus leyes. No hay poder mayor que el nuestro.
Pero Jesús no calla, no deja de actuar. Extiende el brazo. El misterio que él revela es mayor que toda regla o cumplimiento de nuestra sociedad. Obedeceremos las leyes, sí, pero no las convertiremos en guía de nuestro pensar y hacer, porque no son ellas las que nos revelan el Misterio de Dios. Nunca abandonaremos la defensa de aquello que mana del misterio escondido desde siglos. Siempre extenderemos el brazo. Nadie piense que vamos a dejar de hacerlo, pues es el Señor quien nos dice lo que está en consonancia con lo que somos en él y lo que en nosotros se opone a él.