Col 2,6.15; Sal 144; Lc 6,12-19
Estábamos muertos por el pecado y nos dio vida. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado. Él es cariñoso en todas las criaturas; tiene hacia nosotros una mirada de misericordia. Mas, cosa tremenda, esa mirada la dirige a nosotros a través de los ojos que están quedándose glaucos por la muerte en cruz. Es ahí donde se nos da nuestra plenitud: en Cristo habita en la carne la plenitud completa de la divinidad. En él se nos da la imagen del hombre perfecto al que imitamos para ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Estábamos muertos por nuestros pecados, los tuyos y los míos, pero Dios nos dio vida en Cristo, perdonándonos para que alcancemos en él la imagen y semejanza que habíamos perdido. Cristo, pues, es el lugar al que tenemos que mirar para que nos alcance la mirada de misericordia de Dios. Y digo el lugar, para no olvidarme, para que no te olvides tampoco tú, que él está subido en un punto cósmico bien concreto: la cruz. Ese es su lugar, y no tiene otro en el que nosotros podamos mirarle con ternura y agradecimiento. Desde ahí comprendemos la fuerza de su persona, que va iluminando cada acto de nuestra vida. Desde ahí le seguimos paso a paso, para, luego, estar con él junto a la cruz. Para hablar como él; para hablar de él. Para que nuestra vida se asemeje a la suya. Para encontrar la herida en su pecho por la que, contemplándole a él, podemos ver al Padre. Para que, mirándole a él, nos vea el Padre. En ese lugar han sido destituidos todos los poderes y autoridades, ya nada ni nadie puede llevarnos a otro diferente de ese lugar santo en el que nos encontramos junto a él, con María y el discípulo que Jesús tanto amaba, algunas mujeres y quienes ayudarán a bajarle de la cruz. ¿Alguien podrá lograr que nos callemos? Entre gritos de alegría, cantaremos a grandes voces a Cristo Jesús, nuestro Salvador, por quien somos redimidos. Nuestro Redentor nos acoge en esa mirada de amor que nos justifica. Una mirada que nos da vida eterna.
Jesús sube con frecuencia a la montaña a orar, aunque últimamente sube a morir allá donde está plantada la cruz. Siempre en lo alto de la montaña. Siembra su palabra y, finalmente, su sangre derramada que empapa la tierra en la que antes había sembrado la palabra de sus bienaventuranzas, las cuales señalaban el horizonte mismo de su vida para que nosotros, subiendo también con él a lo alto de la montaña de la cruz, viviéramos como él. Es aquí donde llama a sus discípulos y escoge a doce de entre ellos y los nombra apóstoles. Doce columnas en los que construirá su Iglesia, esa de la que Pablo dirá que es cabeza y nosotros su cuerpo. Doce tribus, doce apóstoles. Doce tribus en las que se servía la descendencia de Abrahán; descendencia de la carne. Doce apóstoles en los que se nos da la carne de nuestra fe en él, indicándonos que esta no es decir, simplemente, creo, sino creemos; no me voy contigo pues así me bien apetece, te sigo en reunión de comunidad con ellos y con todos tus discípulo, porque, reunidos en tu nombre, junto a María también, recibimos la fuerza del Espíritu Santo que viene a nosotros en forma de lenguas de fuego que se posan sobre nuestras cabezas. Siempre en la alegría de la unión eclesial. Nunca en pelada soledad.