Nm 21,4b-9 o Flp 2,6.11; Sal 77; Jn 3,13-17
Santa Elena, la madre del emperador Constantino, mandó hacer excavaciones en el Gólgota y creyeron descubrir el palo vertical de la cruz del Señor. Las imágenes de los cristianos venían siendo el pez y el pastor que lleva en sus hombros a la oveja perdida, eran épocas de persecución y todo signo debía ser discreto, pero desde entonces hubo una extremada exaltación de la cruz, que se convirtió en la señal de los cristianos: la cruz de Cristo, lugar material, roca y madera santa, que señalan el lugar cósmico de nuestra salvación.
Hoy celebramos esa exaltación de la cruz. La cruz es una señal; la señal en la que estaba colocada en los estandartes una serpiente venenosa, para que, quien la mirara, quedara sanado de toda mordedura. Cuando la miramos, la compasión del Señor desciende a nosotros desde lo alto del santo madero. Ahí, mirándola, es como el Señor siente lástima de nosotros, de ti y de mí, y perdona nuestras culpas, reprimiendo su cólera. Tanto amó Dios al mundo que entrego a su Hijo único. Somos sus criaturas queridas, las hechas a su imagen y semejanza, y el uso indebido de nuestra libertad, para, engañados, ser como dioses, dejó a Dios tocado en su infinita libertad. Tanto amó Dios a sus criaturas, que no pudo soportar ese alejamiento nuestro por el pecado, y diseñó desde antiguo la manera de redimirnos de la culpa, salvándonos del engaño de nuestro pecado, y entregó al mundo a su Hijo único para que no perezcamos ninguno. Curioso, pues el evangelio de Juan normalmente señala al mundo como emporio de maldad, y, en la manera en que lo dice, tiene razón. Pero no importa, Dios quiso salvar al mundo, es decir, a nosotros y, a través nuestro, a toda criatura, y diseñó permitiendo esa entrega, mejor, ese arrebato en que el mundo tomó al Hijo para llevarlo a la cruz. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Por Cristo hemos sido salvados.
El maravilloso himno de la carta a los filipenses —uno de los textos más antiguos del NT, pues se trata de un himno litúrgico que tomó Pablo del uso común conocido de todos— nos habla de rebajamiento y de exaltación, nos muestra el camino del Hijo desde su condición divina, hasta actuar como un hombre cualquiera, rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz —referencia a la cruz que Pablo no puede dejar de añadir al himno, pues esas palabras son el centro mismo de su teología—; nótese el por eso con que se abre la segunda parte del himno, cuando Dios, desde la cruz, lo levanta sobre todo. Porque se da lo primero, adviene lo segundo. Porque Jesús, el Hijo, acepta rebajarse de esa manera asombrosa, hasta la muerte, y muerte de cruz, se produce la exaltación suprema en las alturas del Nombre, de modo que al nombre de Jesús se doblen nuestra rodillas, ¡qué digo!, toda rodilla, en el cielo, en la tierra, en el abismo, de modo que toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre, quien ha diseñado esa torrentera de amor. Asombrosa libertad del Hijo, que se rebaja hasta la muerte en cruz. Asombrosa libertad del Espíritu, que establece la circulación de amor en el seno de la Santísima Trinidad y, ahora, en nosotros, su Iglesia. Asombrosa nuestra libertad, adquirida en la libertad trinitaria de Dios.