Ex 32,7-11.13-14; Sal 50; 1Tm 1,12-17; Lc 15,1-32

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y le temblaron las rodillas, y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo. Qué capacidad la de Lucas al poner en boca de Jesús esta maravilla literaria, maravillosamente contada. Se conmovió, algunos lo traducen de manera más emocionante: se le entrechocaron las rodillas al verlo de lejos (le dio un vuelco el corazón, traduce Manuel Iglesias). Todas las tardes subía a la azotea para ver si llegaba el hijo, perdido de manera tan brutal: padre, dame la parte que me toca de la fortuna. Luego, el hijo mayor monto en cólera cantando tristísimas peteneras: nunca me has dado nada para tener un banquete con mis amigos, y ahora le das el ternero cebado y la fiesta a quien ha gastado la herencia con malas mujeres.

En brevísimas pinceladas pergeña la parábola tres caracteres asombrosos. El que más asombra es el del padre. Jesús inventa este maravilloso cuentecillo para que sepamos cómo es la relación de nuestro Padre Dios con nosotros, sus hijos, pequeños o mayores. El padre es todo ternura. Ternura de madre. Lo vio y le temblaron las carnes de emoción. Nunca ha dejado de querer a su hijo de modo desaforado, aunque se haya ido, despreciándole de manera salvaje. No importa, sigue mirando al camino con mirada de misericordia, por si algún día el hijo vuelve. No importa las condiciones, lo cardinal es, simplemente, que vuelva a sus brazos. El hijo pequeño llevaba días aprendiendo las palabras con las que imploraría perdón a su padre, pero a este no le importan, ni siquiera se fija en ella, solo le interesa que está viniendo de vuelta a casa, a sus brazos maternos. No es padre justiciero que le pedirá cuentas al hijo descarriado antes de recibirlo en casa, a prueba, no en el lugar que le correspondería como hijo. Perdió en su pecado la imagen y semejanza de su padre, pero este espera y espera y espera, no sea que el hijo vuelva. Lo tiene todo preparado: el mejor traje, el ternero cebado, el banquete opíparo, la música y el baile. Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. Ni siquiera dice lo he encontrado, sino lo hemos encontrado, pues la celebración es de toda la casa de los cielos.

Asombra esta imagen de Dios que Jesús nos presenta. Un Dios de amor, de misericordia, de ternura, de inmensa cercanía, que nos espera siempre, al que le tiemblan las carnes de emoción cuando volvemos a la casa que habíamos abandonado por el pecado. Esto, el hijo mayor no ha sido capaz de descubrirlo en su padre: te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya. Ha establecido su relación con el padre en todo lo que pueda haber de cumplimiento de órdenes. Nunca ha tenido hacia él una mirada de amor. El hijo pródigo, en cambio, incluso allá lejos a donde había llegado en diálogo de negatividades con su padre: no me dejas la libertad a la que aspiro, quiero conocer mundo, busco estar en lugares donde no estés tú, y no digamos cuando se ve en la necesidad de comer con los cerdos, comienza a pensar las positividades del trato con su padre. Lo que no puede imaginar es la mirada de tierna misericordia que le dirige su padre desde la lejanía en la que está, pues seguro que esa mirada de amor le llegó cuando todavía comía los algarrobos. Misterio asombroso del amor de Dios.