1Tm 4,12-16; Sal 110; Lc 7,36.50

Lucas tiene varias escenas y algunas parábolas que son solo suyas, los otros evangelistas no nos las han transmitido. La de hoy, de belleza sublime, es una de ellas. Lloros. Perfume. Lágrimas que riegan los pies de Jesús, que luego enjuaga con sus cabellos. Besos a los pies del Señor y uso de caro perfume. ¿Quién es? De esta mujer sí lo sabemos, aunque no nos llega su nombre: era una mujer pecadora. Pero qué elegancia en su amor al Señor; qué cariño más desaforado; qué sorpresa la de Jesús al verse ungido de esta manera. Pero ¿no lo unge con los ungüentos que, enseguida, no podrán utilizar con su cadáver por las prisas de la tarde del sábado que llega, y que luego, al cabo de tres días, ya no serán necesarios porque Jesús vive, quedando solo el suave olor del resucitado? Estos, pues, son ungüentos de vida, de aprecio, de ternura, de fe en la carne de Cristo, su Señor y nuestro Señor. La pregunta de Jesús al fariseo que le ha invitado a su casa muestra el desprecio con el que le ha tratado, pues no ha cumplido las señales de aprecio de quien invita: Ni me pusiste agua para los pies, ni me besaste, ni me ungiste la cabeza con ungüento. Le confronta con el trato que ha recibido de la mujer pecadora, enumerando en confrontación lo que el fariseo invitante no ha hecho con él, lo que no van a hacer con él quienes le lleven a la cruz, y lo hecho por la mujer que todos saben pecadora. ¿Cuál de los dos ama más? La respuesta del fariseo es despreciativa, quizá porque ve la dirección de la palabra de Jesús. Supongo que aquel a quien le perdonó más. Respuesta exacta, pero algo en ella le muestra reacio; quizá el que se hable de amor en eso del pagar las deudas, lo que debería ser tratado como cuestión forense del toma y daca, sin necesidad de que entre el amor. Las relaciones que él está teniendo con Jesús no son de amor, a lo más, de compromiso porque le ha debido invitar a su casa a comer, visto lo visto diremos que de no muy buena gana, pues olvidó los agasajos normales con los que en aquella cultura se recibía al invitado. Jesús, como siempre, toma la situación y la desquicia para quien se quiere quedar en sus justas medidas. ¿Ves los muchos pecados de esta mujer?, sí, eso sí, ¿y no eres capaz de ver los tuyos? Has recibido en tu casa al amor y solo te has fijado en los pecados de la prostituta. La mirada de Jesús es muy otra, como siempre. Él se fija en el amor, en los lloros, en la ternura de sus besos, en el secar de sus cabellos, en el ungüento derramado sobre los pies. Solo se fija en la mirada de su amor, el amor de aquella mujer. Y él siempre corresponde con su mirada amorosa de perdón y de misericordia.

La mirada de amor le lleva a esta afirmación: Tus pecados están perdonados. ¿Cómo?, ¿quién es este para perdonar pecados?, eso es solo obra de Dios. Lo que empezó en una escena de zozobra viendo los ojos enturbiados de la mujer pecadora ante la pureza del Señor, se convierte en una cuestión de fe y de justificación de los pecados. Porque la mujer ha ido a esa acción sobre Jesús por su fe en él, y esta fe le ha salvado: Vete en paz.