En el evangelio Jesús arremete contra quienes se refugian en prescripciones pequeñas pero pasan “por alto el derecho y el amor de Dios”. A quienes actúan de esa manera, es decir, acentuando lo más pequeño de los preceptos, pero descuidando la finalidad de la moral, se les llama moralistas. Personalmente es un término que no me gusta. En muchas ocasiones se utiliza como arma arrojadiza contra otros y, en no pocas, se usa mal. Así, puede ser acusado de moralista, uno que deja una fiesta para ir a Misa, o el que, durante la cuaresma, se preocupa de guardar la abstinencia. Es una tontería buscar quien es moralista y quien no. Más interesante resulta, sin embargo, caer en la cuenta de que el cumplimiento de los preceptos ha de llevarnos a amar más a Dios y a darnos cuenta de que Él ha de ser el centro de nuestra vida.
Hay cosas que siempre hay que evitar porque, cometerlas, siempre son desordenados, como hablar contra Dios o cometer actos impuros. Pero el moralismo no suele aplicarse a quienes no cruzan el umbral de lo prohibido o deshonesto, sino a quines buscan el cumplimiento de lo nimio descuidando lo verdaderamente importante. El Señor nos dice que no hay que descuidar lo pequeño, pero que lo que se debe practicar es lo grande.
La historia nos muestra como los santos tienden a una delicadeza exquisita en todas las cosas, evitando no sólo los pecados veniales sino también lo que se suele denominar faltas. Todo lo que contiene la ley de Dios se ordena a nuestro bien, y su cumplimiento nos acerca a Él. Así nuestra vida puede convertirse toda ella en una ofrenda agradable a sus ojos si es movida siempre por la caridad. Conforme avanzamos en ese amor vamos creciendo en sensibilidad y nos resulta más fácil apartarnos de lo que es incorrecto y acertar en lo que está bien.
Jesús, al recriminar a los maestros de la Ley, también nos indica otra cosa importante. Hay personas que se ven abrumadas por los preceptos, que perciben como una carga insoportable. Les parece que no pueden cumplirlos y se sienten agobiados. ¿Qué nos libera de esa carga? La percepción de que el amor de Dios nos precede siempre. No sólo están antes que nosotros como razón de nuestra existencia y nuestro bien, sino que nos acompaña cada día. En él encontramos la fuerza para avanzar en el camino de la santidad. Y, entonces, la exigencia, no deja de estar acompañada por la alegría, al descubrir en los mandamientos de Dios nuestro propio bien.
En la primera lectura encontramos nuevas luces. San Pablo se dirige a quienes se atreven a juzgar a los demás, acusándolos de no cumplir con la Ley. Y señala que nadie es perfecto y, por tanto, no puede condenar a los demás. Aquí san Pablo no habla de corregir un defecto u otro concreto, sino de esa enmienda a la totalidad de la vida de otro por parte de quienes se sienten perfectos y por encima de los demás, a los que consideran pecadores. El juicio definitivo sobre las personas está en manos de Dios. Nosotros experimentamos nuestra debilidad y flaqueza pero, al mismo tiempo, sentimos una gran confianza, porque sabemos que el Señor nunca nos va a dejar. El mismo que nos enseña cómo debemos vivir nos da las fuerzas para que seamos capaces de hacerlo. Es la bondad de Dios, que también se manifiesta en sus mandamientos, y que experimentamos en la obra que realiza con nosotros.