Estamos aún en el Año de la Fe, que finalizará en la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Son días que podemos aprovechar para alcanzar los propósitos que nos marcó el Papa Benedicto XVI al convocarlo: afianzar nuestra fe en lo que creemos y disponernos para dar testimonio de ello en nuestro mundo. Aún tenemos la oportunidad de ganar las indulgencias que la Iglesia ofrece con motivo de este año. En cada diócesis han fijado unos días y requisitos y es bueno aprovechar la oportunidad que se nos ofrece.

Un tema importante de nuestra fe es que la salvación nos viene por Jesucristo. San Pablo en la primera lectura, de la hermosa carta a los romanos, señala que tanto los gentiles como los judíos necesitan de la fe para la salvación. Esta sólo se encuentra en Cristo Jesús. Al inicio de su carta había mostrado la necesidad que tenían los gentiles de la fe. Ahora muestra que también los judíos la necesitan. Algunos podían caer en la tentación del orgullo. Podían pensar que como ellos cumplían con lo que mandaba la Ley de Moisés, con sus obras ya quedaban justificados. Y san Pablo recuerda que las obras sin la fe no valen nada, porque la salvación nos la ofrece el Señor con la gracia.

Este es un tema que no ha dejado de generar polémica a lo largo de la historia y en el que puede no resultar fácil encontrar el adecuado equilibrio. Pero se podría simplificar así: yo no puedo salvarme solo. Necesito que Dios me ofrezca su gracia. Sólo por su amor se me pueden perdonar los pecados y puedo entrar en la vida eterna. La salvación que Jesús me da es verdadera y produce un efecto en mi persona. Claro que es necesario que yo acoja lo que Dios me da. Ahora bien, como la gracia supone una verdadera transformación de mi persona, puedo realizar las obras propias del cristiano. La fe, de suyo es operativa. Porque tenemos la certeza de que Dios nos ama y experimentamos su acción en nosotros somos llamados a imitar a Jesucristo mediante la práctica de las buenas obras. Oponer fe y obras no tiene sentido. Cuando miramos a los santos vemos que eran profundamente creyentes e incansablemente activos. Su fe en el Señor no les llevaba al quietismo, sino que les movía a responder al amor que Dios les había ofrecido.

Por la fe conocemos el amor que Dios nos tiene y, especialmente, nos damos cuenta de cómo nos ha amado Jesucristo entregando su vida por nosotros. Así la fe nos pone en contacto con el amor de Dios y nos impulsa a responder con agradecimiento amoroso a lo que nos ha dado.

Las obras han de ser verdaderas. En el evangelio Jesús recrimina a quienes se conformaban con construir bellos mausoleos a los profetas, pero no les seguían cambiando sus vidas y poniendo en práctica sus enseñanzas. De manera que Jesús les acusa de ser cómplices de quienes asesinaron a aquellos profetas. Así, las obras nacen de un corazón contrito. Son nuestras, pero impulsadas por la fuerza del Señor. El domingo pasado, en la oración colecta rezábamos: “que tu gracia nos preceda y acompañe de manera que estemos siempre dispuestos a obrar el bien”.

Mirando a la Virgen María comprendemos mejor como la fe ha de modelar nuestra vida haciendo que estemos siempre disponibles para cumplir la voluntad de Dios.