Hoy parece un día estupendo para hablar del matrimonio, pues no lo vamos a hacer. Hoy vivimos en la sociedad de lo provisional, lo desechable, lo caduco. Los aparatos electrónicos, las noticias, las relaciones, se vuelven anticuadas en poquísimo tiempo. El “aprovecha el momento” se ha instalado en nuestra vida, y lo aprovechamos tanto que se nos pudre en las manos. Si antes se acusaba al hombre de tener miedo a la condenación eterna, ahora se tiene miedo del momento presente, pues no conduce a ninguna parte.
“En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección.” No sé yo si en ocasiones nos hemos vuelto unos cristianos saduceos. Desde luego si nos preguntan si creemos en la resurrección la mayoría contestaremos que sí, por supuesto (no todos, que muchos creen en la reencarnación, el fusionarse con la nada o no lo tienen claro). Pero ese sí de nuestra boca puede no ir acompañado con el sí de nuestra vida, que son las obras. Nos dejamos aplastar por el momento presente y nos volvemos hombres y mujeres sin esperanza. Cuando nos dicen palabras de la vida eterna ponemos una sonrisilla de condescendencia pensando: “Sí, sí, muy bonito, pero a mi lo que me preocupa de verdad es esto otro”. En la educación de los hijos se les niega todo caracter de trascendencia, privándoles de elevar los ojos más allá de lo inmediato. Nos volvemos saduceos de hecho y de derecho. En este mes de noviembre sería bueno -ya que pedimos especialmente por los difuntos-, el remarcar en nuestro credo dominical: “Creo en la resurrección de la carne”.
“Que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Confesar la resurrección no es un consuelo para que uno se fastidie en el presente, aguardando un futuro que creemos incierto. Confesar la resurrección significa la certeza de que para Dios cada uno de mis actos, de mis pensamientos, cada minuto de mi vida, está preñado de eternidad. Por eso la vida es más importante que lo inmediato. El camino tiene una meta, que es Cristo y el Espíritu Santo nos acompaña en este caminar. Para Dios toda mi vida esta viva, no cuenta con momentos indiferentes o moribundos. Y por eso cada instante de mi vida puede llenarse de Dios. Las alegrías y los fracasos, los aciertos y errores, los momentos de paz y tranquilidad o los que vamos corriendo como locos, se llenan de esperanza. Los siete hermanos macaneos arrestados con su madre llenan una situación de muerte y de tortura de vida. “Cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” les engrandece el corazón y el ánimo: “Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y tengáis constancia de Cristo”. Creer en la resurrección de la carne nos ayuda a respetar nuestro cuerpo y el de otros, a vernos realmente como templos del Espíritu Santo llamados a la eternidad. No es una creencia vana o el consuelo de los simples, es una realidad muy concreta en nuestra vida.
La Virgen afirma, en cuerpo y alma, la resurrección, que ella nos afiance en la fe de que nuestro cuerpo resucitará gloriosamente con Cristo por la misericordia de Dios.