Jesús hoy nos llama de nuevo la atención sobre la importancia de aprovechar el tiempo presente y de vivir según el don que Él nos ha dado. La parábola de hoy nos conmueve. Hay preguntas que brotan inmediatamente: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿de qué manera aprovecho todo lo que Dios me ha dado?
La figura del noble que se va a un país lejano evoca el tiempo que nos separa de nuestro encuentro definitivo con el Señor. Jesús, desde su trono de gloria, ejerce su dominio sobre todas las personas y cosas. Nada opaca su gloria. Su amor se extiende hacia todos los redimidos, que participan de Él. Ahora, en la historia, Dios ya nos ha mostrado su amor. Nosotros participamos de Él. Por el bautismo hemos sido hechos hijos suyos y se nos ha infundido una nueva vida. Dios deja a nuestra libertad, si bien nunca deja de ayudarnos, el uso que hagamos de ella.
El punto de partida no es la nada, sino “la onza de oro” que se nos entrega. Es decir, tenemos la gracia inicial que está llamada a crecer en nosotros. La santidad que se nos ha comunicado está llamada a crecer. Ese es el designio de Dios. Además, sabemos, aunque no figure en la parábola, que nunca nos va a faltar la ayuda de Dios si se la pedimos. Pero esa onza que se nos ha entregado exige dar fruto. La tentación es ocultarla, porque nos molesta el esfuerzo que conlleva darle rentabilidad.
Sn duda el empleado holgazán que guardó su onza en un pañuelo vivió siempre con el temor a perder lo poco que tenía. Su vida debió ser una secuencia de momentos angustiosos, de temores y de insatisfacción al ver que no intentaba nada. Por el contrario, los que pudieron presentar el fruto de su trabajo sin duda sufrieron mucho más, pero lo hicieron desde la confianza. Por eso, en cada atardecer, sentían que su corazón estaba más feliz. La onza de oro es signo de esa salvación, del deseo de plenitud, que Dios ha puesto en nosotros. En la medida en que atendemos a ello nuestra vida se encuentra completa y dispuesta a cosas más grandes.
En la primera lectura se nos enseña como el temor del Señor, que no es miedo, nos libra de vivir asustados por los peligros de este mundo. El testimonio de los hermanos, capaces de vencer horribles tormentos, nos enseña como el temor de Dios nos da una fuerza contra el mal. El temor no es miedo al Señor (que es lo que tiene el empleado holgazán), sino reconocimiento de la grandeza de Dios y de su condescendencia hacia nosotros (nos ha dado una onza y nos coloca ante la responsabilidad de emplearla adecuadamente). Desde ese temor comprendemos que la vida ha de ser afrontada seriamente, pero también desde la sencillez y la petición. Él nos sotiene ante todos los peligros y nos lleva a vivir con la mirada puesta en la eternidad, sin descuidar la responsabilidad presente. Que Dios lleve a buen término en nosotros la buena obra que Él mismo ha comenzado.