Isaías 4, 2-6
Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9
San Mateo 8, 5-11
El Adviento es para los que tienen hambre. Los satisfechos ya no esperan nada; si les dices que viene el Señor, el anuncio les deja fríos. El fin del mundo tampoco les motiva demasiado… ¡Hombre, si les dijeras que será hoy a las diez menos cuarto, y te creyeran, se echarían a temblar! Pero este anuncio litúrgico, tan urgente y misterioso a la vez, sin día ni hora pero para “ya”, no les dice nada.
Isabel tenía diecisiete años, y conoció al Señor a la edad en que las jóvenes se enamoran. Asistió a catequesis, y recibió los sacramentos de la Confirmación y la Eucaristía. Mientras manifestaba los ardientes deseos que tenía de recibir a Jesús Sacramentado, se le llenaban los ojos de lágrimas… A duras penas contenía el sacerdote las suyas, recordando el modo en que, en una ocasión, un niño se había sacado de la boca la Sagrada Forma y había estado jugando con ella en presencia de unos padres impasibles; y otro joven había cogido el Cuerpo de Cristo con tal desgana que por dos veces lo tiró al suelo… Ya vemos; Isabel hambrienta, y aquellos “niños de papá” satisfechos hasta la nausea.
Muchos sienten remordimientos si faltan a misa un domingo; piensan -ellos, tan ricos- que le han negado algo a Dios -tan pobre, el Pobre-. Pero con remordimientos puede uno sobrevivir hasta el domingo siguiente. Si les invitas a acudir a misa a diario, te miran con extrañeza, como diciendo: “¿pero eso hace falta?”. A otros les preguntas si han rezado, y se llevan las manos a la cabeza: “¡Anda, si se me ha olvidado!”… Comer no se les olvida. “Niños de papá