Isaías 25,6-10a
Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6
Mateo 15, 29-37
El Adviento es para los que tienen hambre. La multiplicación de los panes y los peces y el banquete prometido hoy en el libro de Isaías traen hasta nosotros el gozoso anuncio: ya viene el Señor a dar de comer a los suyos. Se acerca la hora de la cena.
Todos los niños sienten la misma tentación: la de comer a destiempo, la de no esperar a sentarse a la mesa, la de aplacar el hambre por su cuenta antes del momento previsto por sus padres. Y, en todos los casos, el alimento que el niño se procura a sí mismo no es el nutritivo, sino el apetitoso, ese manjar falso que deleita el paladar sin restaurar las fuerzas. ¿Quién no ha sentido el deseo, al llegar a casa antes del almuerzo, de acercarse a la cocina e introducir la mano en la fuente de las -aún recién hechas- patatas fritas? ¿Y quién no ha escuchado, de labios de la madre, aquello de “¡Niño, deja eso, que luego no comes!”? Y, mientras lo decía, consentía porque era madre y sabía que, de ese modo, sólo cogerías una.
Muchos han dejado la casa materna hace años; viven solos y tienen la fuente de las patatas a su entera disposición. Llevan dinero en los bolsillos, y pueden comprar las golosinas que ahora le gustan, por ejemplo, tabaco. Pero la misma voz les ha acompañado siempre: “¡Niño, deja eso, que luego no comes!”. No la cambiarían por nada del mundo, porque ahora saben que los labios de su madre traían hasta sus oídos la voz de la Madre, el cariño de la Virgen. Es Ella quien no cesa de repetirnos aquellas palabras, cada vez que somos un niño malo y goloso.