Isaías 30, 19-21. 23-26

Sal 146, 1-2. 3-4. 5-6

an Mateo 9, 35-10, 1. 6-8

 

El marco del Evangelio de hoy está claro: Jesús mira a la multitud y la ve extenuada y abandonada, “como ovejas que no tienen pastor”. Si dirigimos nuestra mirada a la sociedad actual, con los ojos de Cristo, vemos lo mismo. Multitudes de personas cansadas y agobiadas, que no encuentran el sentido de su existencia y que, al no tener quien cuide de ellas y las oriente, son presa fácil de cualquier ideología o solución aparente. El mundo de hoy no ha cambiado respecto a hace dos mil años. El drama del corazón humano es el mismo. La mirada de Jesús no se dirige a las necesidades materiales: al hambre, la sed, la falta de cobijo o la precariedad económica. Jesús nos habla de la necesidad más perentoria del hombre, la de encontrar alguien que le ayude a salvar su vida.

Tras esa mirada, que la Iglesia no deja de hacer en el mundo, el Señor dice: “Rogad al amo de la mies para que envíe trabajadores a su mies.” De la contemplación de la necesidad surge la oración. Jesús quiere que lo dirijamos todo al Padre, como ha hecho Él con su vida. De esa manera se evita el peligro del voluntarismo. La Iglesia no es el conjunto de las personas que se unen para resolver los problemas del mundo confiando en sus propias fuerzas; no es una ONG. Mira al mundo y ve sus carencias, pero entonces dirige su oración al Padre para que en su acción se cumpla ante todo la voluntad de Dios. En primer lugar porque los hombres son de Dios y es Él quien conoce mejor que nadie sus necesidades. En segundo lugar porque si nuestra acción apostólica no va precedida de la oración no es colaboración eficaz con los planes de Dios. Porque el núcleo del mensaje es este: “Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca.”

En ese contexto Jesús escoge a los doce Apóstoles. En el Evangelio de san Marcos se añade que lo hizo después de pasar la noche en oración. Jesús aplica el mismo método que enseña y nosotros hemos de ser fieles a él.