Santos: Pedro Canisio, presbítero y doctor de la Iglesia; Amasvindo, Silán, confesores; Anastasio, patriarca de Alejandría y mártir; Juan, Juliana, Festo, Temístocles, mártires; Glicerio, presbítero y mártir; Severino, Honorato, obispos; Pablo de Latre, anacoreta.

Cuando Peter Kanis empezaba a despuntar se le conoció con carácter alegre y vivaracho, bastante terco, con explosiones irritables y un tanto pendenciero. Nació el 8 de mayo de 1521, precisamente el año de la ruptura de Lutero con Roma, hijo del alcalde de Nimega (Holanda) y de Egidia Houweningen, mujer entera en la fe de las de antes. Fue uno de los personajes que influyó poderosamente en la puesta en marcha de las disposiciones del concilio de Trento, presentando cara activa a los protestantes.

Su marcha a estudiar en la universidad de Colonia sirvió para frecuentar tabernas y dedicarse a las diversiones. Los biógrafos reconocen que aquello fue un momento de peligro que pareció iba a dar al traste con los sanos principios recibidos en su esmerada educación. Le ayudó a centrarse el sacerdote Nicolás Esche, que le echó el cable que necesitaba en la situación de crisis. Pero el principal cambio se debió a su amistad con uno de los primeros jesuitas, Pedro Fabro; le predicó unos Ejercicios Espirituales en Maguncia, en el verano de 1543, y decidió entrar en la Compañía de Jesús.

Estudió Artes y Teología, enseñó Sagrada Escritura; se dedicó a la enseñanza y alguna cosa escribió antes de ordenarse sacerdote en 1546.

Intervino por encargo de la universidad, y unido a la protesta del clero y del pueblo, en la deposición de su sede del obispo, que cayó en la herejía.

Formó trío con los teólogos españoles Laínez y Salmerón en el concilio de Trento.

Pasó a Roma un tiempo, impregnándose de la fidelidad al Romano Pontífice junto a Ignacio de Loyola antes de pasar de nuevo a su patria y después de haber conseguido el doctorado en Teología en la universidad de Bolonia.

Mala situación se encontró en Alemania a su regreso; el pueblo ha abandonado la práctica religiosa; en la universidad están las cátedras en manos de maestros contagiados de protestantismo y condescendientes con su difusión; la masa estudiantil muestra más deseos de jolgorio que de estudio; detecta una gran ignorancia religiosa por todas partes y una asombrosa disminución de las vocaciones.

Comienza un período activísimo de su vida para fortalecer las convicciones de fe: predicaciones y entrevistas con sus superiores, con los obispos y los príncipes; cuando no llega, se imponen las cartas. Esto fue el comienzo de lo que había de ser el resto de su vida orientada con una voluntad de hierro ante las dificultades que, en lugar de acobardarlo, le hacen crecer. Tendrá como centro de operaciones la universidad de Ingolstard –llegó a ser su rector– desde 1549 para influir en la juventud, fundando colegios e intentando «restaurar» la fe desde la verdad; los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich, Innsbruck. Tréveris, Maguncia, Dilingenn y Espira notarán su influencia. En 1552 está en la universidad de Viena con el mismo empeño restaurador; en esa parte del mundo hacía más de un cuarto de siglo que no se había ordenado ningún sacerdote; desarrolla una actividad increíble, y cuando se le nombra provincial de los jesuitas para Alemania, Austria y Bohemia se convierte en la columna de la Contrarreforma.

Empieza a ser conocido en los ambientes intelectuales como un polemista formidable y temible que sabe disponer de abundantes razones teológicas, patrísticas y bíblicas intentando conjugar lo irrenunciable de la verdad con la delicadeza y caridad hacia el adversario; busca la reconciliación sin claudicar. Así se mostró con Melanchton, corifeo de los protestantes, en 1557, en la dieta de Worms.

Predica y da misiones en ciudades y pueblos para desparramar la doctrina católica a los fieles, tanto en los ambientes cultos como a la sencilla masa del pueblo. Conoce los púlpitos de las catedrales de Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck y Augsburgo; desde ellos expone con su encendida oratoria la verdad católica. Toda Europa Central fue el campo de acción en el intento denodado de poner dique al avance del protestantismo con la verdadera reforma. Haciendo juego con la fonética de su nombre, los protestantes le llaman canis austriacus porque defiende el catolicismo con una fidelidad e inteligencia inconcebibles.

Pedro Canisio es un hombre eminentemente práctico y tenaz. Añade la escritura a su palabra abundante. En 1554 publica la Suma de la doctrina cristiana, sólida instrucción religiosa para universitarios y manual pastoral para los sacerdotes en aquella época llena de confusión. Escribe varios Catecismos –cuatrocientas ediciones en Alemania– a distintos niveles con la intención de facilitar instrumentos dignos frente a los muchos escritos protestantes que circulan libremente. Incluso llega a fundar una editorial.

Paulo IV, después de su mediación en el conflicto entre el emperador y el papa causado por las intrigas de los protestantes, lo nombró nuncio apostólico con el encargo de promulgar y hacer cumplir los decretos tridentinos.

Por no dejar tecla sin tocar, se preocupó de elevar el nivel del clero en disciplina, piedad y cultura; prestó una atención esmerada a las vocaciones sacerdotales, propiciando la formación de seminarios donde poder formar buenos pastores acuciado por la necesidad, porque eran pocos los que iban quedando.

El polemista y propagador de las doctrinas católicas pasó en 1580 a Suiza con la intención de dedicarse más y mejor a la contemplación, que era el gran deseo del que hasta entonces fue imposible gozar. Muere en Friburgo el 21 de diciembre de 1597.

Pío XI lo canonizó en 1925; luego, lo nombraron Doctor de la Iglesia.

Mi amiga Irene de la Concordia, que presume de abierta –ciertamente lo es–, contemporizadora y ecuménica, se habrá quedado un tanto aturdida y con la boca abierta al leer este breve resumen de la actividad de un sacerdote entregado a la defensa de «nuestra buena madre, la santa Iglesia romana», y a la expansión de la verdad, con una cabeza bien amueblada. Y hasta puede que esté aún más perpleja al verlo elevado a los altares, que es la máxima honra. Quizá la vida de Pedro Canisio dé pistas a ella y a otros más para descubrir que, tras el indiferentismo religioso, se esconde una fina autodisculpa de falta de amor a Dios y que del indiferentismo al agnosticismo –un ateísmo práctico– y de él al ateísmo simple y duro solo hay un paso sutil.