San Juan 1, 5-2, 2

Sal 123, 2-3. 4-5. 7b-8 

San Mateo 2, 13-18

Cuando leemos el relato de la matanza de los inocentes nos estremecemos de horror. Sin embargo, en estos días se ha destapado una trama de abortos más terrible aún si cabe. Porque Herodes actuó impulsado por su crueldad, pero en un momento de embotamiento. Era consecuencia de la vida desordenada que llevaba y de su incapacidad para aceptar a un rey más grande que venía a salvarlo, también a él. Sin embargo, en las clínicas desmanteladas estos días, se ocultaban una organización fría y calculadora; una verdadera maquinaria de muerte. Y tras ella muchas personas que vivían de ello y se habían acostumbrado a matar niños a los que se privaba del derecho a nacer. Episodios como estos se repiten a lo largo de la historia en una cadena de horrores que parece hacer ineficaz la encarnación.

Sin embargo, como muestra el Evangelio, con la huida de la Sagrada Familia hacia Egipto, no pueden matar la esperanza. Pueden hacer y hacen muchísimo daño, pero no pueden matar la acción de Dios en la historia. El misterio del mal es muy grande y no alcanzamos a comprenderlo. La respuesta a Él está en el amor de Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo. Pero no alcanzamos a ver totalmente los efectos de su victoria sobre el mal. Porque la matanza de Herodes, perpetuada con disfraces distintos a lo largo de la historia, nos parece terrible. Pero Dios sigue cuidando se nosotros aunque a veces parezca, como en la escena que hoy contemplamos, que se retira.

La Iglesia al celebrar la fiesta de los santos inocentes, esos mártires que confesaron a Jesucristo antes de saber hablar, nos coloca en la perspectiva del triunfo del Señor sobre el mal de este mundo. Ello no nos quita el dolor. El Evangelio es plenamente consciente de esa realidad y negarla sería olvidar nuestra condición humana y atentar contra el amor hacia nuestros seres más queridos. Por eso cita a Jeremías: “Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes: es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”.

El dolor humano no desparece. Pero podemos situarlo en una visión más grande, situados junto a Dios. El poeta Aurelio Prudencio los imagina jugando con sus coronas de santos impulsándolas como si fueran aros con las palmas del martirio. También santa Teresa de Lisieux los coloca en el cielo jugando con las barbas de Dios Padres. Y Charles Péguy no dudaba en exclamar que los inocentes habían participado de la gloria de Jesucristo porque todos, también Jesús, tiene especiales detalles con los compañeros de promoción. Estas imágenes tiernas no buscan reducir la gravedad de los hechos. Lo que hacen es situarnos en una perspectiva sobrenatural, necesaria para no perder la esperanza ante el triunfo aparente del mal.

Hay quienes desean destruir el Amor, pero este es más grande y aunque a veces pueda parecer lo contrario, se acaba imponiendo. La inocencia de aquellos niños nos invita, como hace el Apóstol e la primera lectura, a querer guardar nuestros corazones puros. Desde la limpieza de corazón se advierte como el mal no tiene la última palabra y se descubre el amor de Dios que no deja de acompañar a todos los que sufren.