San Juan 2,12-17

Sal 95, 7-8a. 8b-9. 10 

San Lucas 2, 36-40

“Os repito, jóvenes, que sois fuertes y que la palabra de Dios permanece en vosotros, y que ya habéis vencido al Maligno”. Más de una vez el Papa ha utilizado estas palabras para espolear las conciencias de los jóvenes y lanzarles un reto, el reto de amor de hacer de Dios el centro de sus vidas. Porque a los jóvenes no hay que adularlos, sino exigirles. Es el reto de ponerles frente a lo que son: fuertes y capaces de amar, y exigirles que estén acordes con esa condición suya.

Juan sabía bastante de esto ¿Cuántos años tendría cuando se cruzó con el Señor? Sería poco más que un adolescente imberbe y quedó deslumbrado. La pasión le desbordaba por dentro. Sentía bullir en sus venas, como todos los jóvenes, las ganas de vivir, un afán noble de abrazarse a los grandes ideales, el entusiasmo por enfrentarse con valentía a las dificultades. El Papa también ha experimentado esa juventud pletórica de entrega, porque “es un joven de 83 años”. Por eso, cuando esas palabras de Juan, han resonado en sus labios lanzándolas a gente que se está abriendo a la vida, se le han iluminado los ojos porque veía en ellos lo mismo: un mundo de posibilidades.

Sin embargo, ¿es ése el “retrato tipo” del joven actual? ¿Se da cuenta la juventud, y los que no son tan jóvenes, de ese mundo abierto que guardan en su interior, se dan cuenta de que son verdaderamente fuertes? ¡Cuántas veces vemos a jóvenes que parecen haber envejecido a destiempo, muchachos que acaban por agotar el elixir de la vida, porque exprimen como un limón todas sus posibilidades sin sacarles su esencia. ¿Qué ha ocurrido? “El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. Parece que estas palabras del Señor hubieran perdido fuelle.

¿Te acuerdas del pasaje del Evangelio en que un joven que era rico sale al encuentro con Jesús, porque tiene “afanes de cielo”. ¿Te acuerdas de la respuesta aparentemente anodina del Señor? “Cumple los mandamientos”. “Eso ya lo cumplo desde mi juventud”, dijo satisfecho. Efectivamente se sabía fuerte, sabía sus posibilidades, pero el Señor lo que le va a pedir es algo más grande: que las ponga en marcha. Por eso se acabará dibujando la decepción en el rostro de aquel chaval que era bueno pero al que le costaba admitir que eso que cumplía tenía una coda: hacerlo con todas las consecuencias. La bendita normalidad, que se convierte en reto de amor.

“El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba”. El Niño-Dios quiere someterse a las leyes de los hombres, a la bendita normalidad del crecimiento humano. El domingo pasado considerábamos, en la fiesta de la Sagrada Familia, estas mismas palabras, la fuerza interior que vence al Maligno y que pasa ineludiblemente por hacer que crezca Dios en nosotros. Y eso a través de esa bendita normalidad de hacer lo que hay que hacer. Hay que hablar a los jóvenes de normalidad, y hay que hacerlo desde las familias, y desde el propio ejemplo. Porque la bendita normalidad de lo cotidiano es una aventura apasionante donde se fraguan no ya los héroes, sino los santos. Y hay victorias, que saben a gloria, porque es Dios el que vence en esos afanes nobles, en esas audacias santas, en esas entregas calladas, que son la trama con que se construye la vida.