1San Juan 2, 18-21
Sal 95, 1-2. 11-12. 13-14
San Juan 1, 1-18
Hace dos días miles de familias nos unimos a celebrar a la familia cristiana, al reflejo diario de la familia de Nazaret. Abuelos, jóvenes, niños reunidos en la plaza de Colón de Madrid en paz, en alegría, en oración. Acabado el acto cada cual a su casa y Dios a la de todos. Eso hace dos días, esta noche un millón, dos millones,… no lo sé, saldrán en todo el mundo a escuchar las doce campanadas y a felicitarse el año nuevo. Trajes, luces, guirnaldas, cava, uvas y matasuegras y, emborronando los buenos deseos, también habrá borracheras, desenfrenos, lujuria e infidelidades. Parece que para empezar un año nuevo hay que desenterrar al hombre viejo, como si no hubiese nada que celebrar, nada que cambiar.
“La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.” El último día del año debería ser un día para agradecer a Dios todo lo que nos ha dado durante estos 365 días. Cuántos momentos de gracia que Dios ha derramado en nosotros, aunque a veces no los hayamos aprovechado. Cuántas veces hemos palpado la misericordia de Dios a pesar de nuestras debilidades, en cuantas ocasiones hemos contemplado la maravilla de Dios con nosotros. Es cierto que a veces pueden pesarnos más las miserias, que nos parezca que no podemos cambiar, que este año no hemos mejorado nada o que los propósitos del año anterior han quedado en papel mojado. Sin embargo hoy no es día para lágrimas estériles o quejas infecundas. Es día de ponernos completamente a disposición de Dios y decirle: “Haz de mí, lo que quieras hacer.” El Señor ha venido, ahora nos toca a nosotros decidir si queremos o no queremos recibirle. Por eso no es muy buena idea para un cristiano comenzar el año como si Dios no hubiera venido, no hubiera hecho nada por nosotros, ni lamentarse como si Dios nos hubiera abandonado.
Habrá muchos que “salieron de los nuestros, pero no eran de los nuestros,” y pondrán el acento en que lo importante de esta noche es el cambio numérico del año, pero (aunque esto puede ser cualquier noche), lo realmente importante es nuestro cambio interior. Mientras vivimos en este cuerpo estamos sujetos a la sucesión de los minutos y las horas, al paso del tiempo, y por eso momentos singulares de tiempo -como el cambio de año-, pueden ser instantes singulares para decidirnos a cambiar. El mundo, esos que “no son de los nuestros,” los hombres sin esperanza, los que están de vuelta de todo, los que ya no confían en Dios y, por lo tanto, tampoco en el hombre, querrán gritarnos al oído que eso no es posible. Nos recordarán nuestros pecados, nos echarán en cara la historia personal y colectiva, nos humillarán con palabras y con sus gestos. Pero todo eso no salva, no nos lleva al cielo, nos deja encerrados en nuestra limitación de criaturas.
El que salva es Cristo que “al mundo vino, y en el mundo estaba,” y ojalá acabásemos el año en gracia de Dios y lo comencemos en Gracia de Dios. Hoy, además de preparar la fiesta nocturna para aquellos que comiencen así el año, podemos preparar nuestra vida para recibir a Jesús, apenas venga y llame.
Mañana será una fiesta de la Virgen. Tal vez uno de los días en que más gente falta a Misa o acude despistado o medio dormido. Deja que ella despierte en ti las ganas de amar a Dios en el nuevo año más y mejor que el año anterior y, sobre todo, que profundicemos más en lo que Dios nos quiere.