Eclesiástico 24, 1-2. 8-12
Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20
Efesios 1, 3-6. 15-18
San Juan 1, 1-18
“La sabiduría se alaba a si misma, se gloría en medio de su pueblo, abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades”. Hay lenguajes que pueden resultar sutiles o, más bien, se necesita una sensibilidad especial para captar su hondo significado. Esto nos puede ocurrir al leer la Sagrada Escritura. Por un lado, nos encontramos con esas narraciones históricas que nos hablan de patriarcas, profetas o reyes, y que nos muestran crudamente su lado humano: la falta de confianza de Moisés en Dios cuando sacude la piedra con su vara para obtener agua; la debilidad del rey David al encapricharse con la mujer de uno de sus generales; un par de prostitutas que habrán de pertenecer a la genealogía de Jesús; etc. Todos estos escritos nos ayudan a captar que, detrás de la pobre condición humana, se encuentra la mano misericordiosa de Dios dirigiéndolo todo al plan establecido por Él.
Por otro lado, existen otros textos, como los contenidos en los libros sapienciales, que merecen por nuestra parte otro tipo de atención. Podríamos decir (empleando un término tosco), que Dios “entra a saco” en todas las dimensiones, físicas y psicológicas, del hombre. De esta forma, por ejemplo, la Sabiduría, tal y como se nos presenta en la primera lectura, puede referirse perfectamente al Espíritu Santo, o también al mismo Jesucristo que, como se nos dice en el Evangelio de San Juan, es la Palabra que se hace carne. Lo importante, sin embargo, no es entrar en disquisiciones literarias o de interpretación, sino saber que se trata de la propia Revelación de Dios que, pedagógicamente, se va mostrando en la historia hasta llegar a su plena manifestación en Cristo. Un Dios que “entra a saco”.
“El Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y redunde en alabanza suya”. Lo maravilloso es saber que también nosotros podemos participar de esa misma sabiduría divina. Pero este saber no es, ni mucho menos, el que se nos presenta al modo humano. Aquí no se trata de descubrir al “Pitagorín” de turno y concederle el premio Nobel correspondiente; más bien, se refiere al saber de Dios, y que se les invita a poseer a los sencillos y humildes de corazón. Estoy plenamente convencido de que el más insignificante pastorcillo que acudió al Pesebre por indicación del ángel, posee una sabiduría mayor que el conjunto de investigadores que descubrieron la estructura del ADN. Y es que la sabiduría de este mundo (más aún hoy día) necesita especializarse, estar sometida constantemente al estudio científico y a la constatación de hechos materiales. En cambio, la sabiduría de Dios, que tiene una mayor amplitud de miras, y que trasciende el orden natural, sólo la captan aquellos “pequeños” a los que se refiere Jesús en el Evangelio.
“A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado ha conocer”. He aquí, una vez más, el verdadero conocimiento. En el Antiguo Testamento existían figuras y representaciones, más o menos acertadas, de lo que podía ser Dios. En Jesucristo encontramos, de manera definitiva, el rostro amabilísimo del Padre, que nos da a conocer la esencia misma de Dios: el Amor. No tengamos miedo, por tanto, a alimentarnos demasiado de esta sabiduría… Que tú y yo sepamos, nadie se arrepintió de amar a Dios cuando con un “sí”, auténtico y generoso, le conoció de verdad. ¿No es esa la sabiduría de la Virgen María? De nuevo en ella vemos a todo un Dios que “entra a saco” en un alma y le da la verdadera sabiduría.