Samuel 15, 16-23
Sal 49, 8-9. 16bc-17. 21 y 23
San Marcos 2, 18-22
Nosotros no adoramos la Escritura, sino a Dios que nos habla a través de ella. Y llegamos a conocerla bien en la medida en que el Espíritu Santo viene a nuestros corazones. Sin el Espíritu Santo nos sirve de bien poco. Es lo que apunta el Evangelio de hoy. Los fariseos y los discípulos de Juan ayunaban. En cambio, los discípulos de Jesús no lo hacían. Ayunar es bueno, y el mismo Jesús lo recomienda en otros lugares, como cuando dice que hay demonios que sólo se expulsan con el ayuno y la oración. Pero no absolutiza el ayuno porque allí hay alguien que es mayor que el ayuno, que es Jesús. Y pone esa comparación del vino nuevo en odres nuevos. El vino de Jesús es mejor que el de la ley antigua, pero eso exige también un odre nuevo. Para vivir el Evangelio hay que pasar del hombre viejo al nuevo, y eso se realiza mediante la acción de a gracia. Ya lo apunta san Pablo al señalar que lo que ha realizado en los corintios no es obra suya, sino que viene de Dios.
Por ello todo lo que hacemos, también en el orden de la piedad, ha de conducirnos al encuentro con el Esposo y a la intimidad con Él. Uno podría ser muy religioso y, sin embargo, tener una fe y una experiencia de Dios muy pobre. Se pueden leer las Sagradas Escrituras y saber mucho y ser muy sabio y, sin embargo, permanecer frío en la vida espiritual. Por el contrario, se puede amar la palabra de Dios como hacía santa Teresita de Lisieux que le hubiera gustado saber griego y hebreo para penetrar mejor su sentido, pero no por afán cientificista, sino para conocer mejor los sentimientos del Corazón de Jesús.
En la primera lectura tenemos el ejemplo de Saúl. Este ha realizado un sacrificio a Dios ofreciendo algunas de las reses de los rebaños capturados a los amalecitas. Sin embargo Dios le había mandado que lo destruyera todo. Pero Saúl prefirió hacer su propia voluntad y pensaba que era mejor hacer un sacrificio. De hecho Saúl siempre tuvo una religiosidad más bien fría y caprichosa. Samuel le hace ver que amparándose en una aparente piedad lo que ha hecho es anteponer su voluntad a la de Dios. Se le podía aplicar lo que dice el salmo de hoy: “¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mis enseñanzas y te echas a la espalda mis mandatos?”.
Hay por tanto una gran enseñanza. No se trata de que nosotros construyamos la religiosidad a nuestra medida, lo que al final implica reducir Dios a nuestras categorías, sino de dejarnos transformar totalmente por Él. Los apóstoles, junto al Señor, lo que hacían era ir configurándose a su persona. En la compañía de Cristo descubren una nueva dimensión del ayuno y su verdadero sentido. Este expresa la conciencia de una ausencia, la de Dios y muestra el deseo de volver a encontrarse con Él o de servirlo mejor. Sin embargo, para los que le preguntan al Señor anteponen la norma a su sentido. Y esta no está mal, pero siempre hace referencia a la bondad de Dios. Todas las prácticas de piedad buscan acercarnos más al Señor y permitirnos caminar en su presencia.
Que la Virgen María nos enseñe a tratar bien al Señor y nos muestre lo que hemos de hacer para servirle adecuadamente.