Santos: Raimundo de Fitero, Sisebuto, Adyuto, Probo abades; Longinos, Aristóbulo, Menigno, Nicandro, Matrona o Madrona, Leocricia, mártires; Zacarías, papa; Clemente María Hofbauer, confesor; Especioso, monje; Luisa de Marillac, fundadora.

Ella fue la cofundadora de la Hijas de la Caridad.

Luisa nació en París el 15 de agosto de 1591.

Muy pronto quedó huérfana de madre, y por esa razón pasó a estar y crecer bajo los cuidados de su tía religiosa en el célebre monasterio de Poissy.

Con la edad justa para tomar decisiones personales quiso entrar en religión, pero no pudo ser aceptada por las religiosas capuchinas a causa de su escasa salud.

Contrajo matrimonio con Antonio Le Gras –secretario de la reina María de Médicis–, con quien tuvo un hijo. Su esposo murió relativamente pronto y, más libre de cargas familiares, Luisa hizo voto de perpetua viudez, entregándose a una vida de intensa piedad y abundancia de obras de misericordia que eran los exponentes de una especial entrega a Dios.

Cuando ella contaba solamente treinta años, se puso bajo la dirección espiritual de san Vicente de Paúl –sacerdote mezcla de aragonés y francés– de quien fue una perfecta colaboradora el resto de su vida, cooperando con él en la puesta en marcha y en el asentamiento de las fundaciones que el santo iba realizando según requerían los frutos de su acción apostólica y evangelizadora por los campos y suburbios incipientes de las grandes ciudades con las Cofradías de la Caridad. Ahora quien coordina esta actividad apostólica y caritativa bajo la dirección de Monsieur Vicent es Luisa de Marillac; con las Damas de la Caridad monta escuelas para niños expósitos, se encarga de la atención de los heridos en los campos de batalla, del Hospital de París y del Asilo del Nombre de Jesús e incluso se atreverán a meterse en Polonia para atender las regiones devastadas por la guerra a petición de la reina polaca. Luisa fue una pieza fundamental en la puesta en marcha de las «Hijas de la Caridad».

Precisamente ellas absorbieron su tiempo y energías y con ellas puso en juego sus cualidades para el gobierno y sus dones sobrenaturales, gobernando la institución con exquisita prudencia y santidad como Superiora General, y distinguiéndose por su extremada delicadeza de conciencia.

Había ocasiones en las que se podía advertir casi con total claridad que era una de esas personas en las que la grandeza de la caridad –el amor a Dios y a los hombres– lleva a que el alma tire para arriba del cuerpo, tanto por la dificultad del abundantísimo trabajo, como por la continua carencia de salud y de fuerzas físicas. En Luisa de Marillac esto era tan notorio que el mismo san Vicente llegó a afirmar que parecía vivir de puro milagro.

Murió el 15 de marzo de 1660, un poco antes de que pasara al Cielo su maestro y guía.

El papa Benedicto XV la beatificó el 9 de mayo de 1920 y Pío XII la canonizó el 11 de marzo de 1934.

La práctica viva, palpable, irrefutable y continuada de la caridad es lo que verdaderamente hace creíble y aceptable el mensaje evangélico. Sin esas obras de misericordia, la doctrina se quedaría lánguida y sin vida; en su defecto, hasta los más grandes milagros solo llevarían a la admiración.