Reyes 5, 1-15a
Sal 41, 2. 3; 42, 3. 4
san Lucas 4, 24-30
No me cansaré de repetirlo: sin oración no podemos salvarnos. Es necesario gozar del cielo ahora, para poder disfrutar de él después de la muerte. Y la escuela donde el alma es educada para disfrutar de Dios tiene dos aulas: oración y sacramentos. La Palabra, el Crucifijo, el Sagrario y el Altar son, en la tierra, la antesala del Paraíso… Sin embargo -¡tampoco me cansaré de repetirlo!-, no basta rezar. Los nazarenos que quisieron despeñar a Jesús rezaban. Los miembros del sanedrín que lo condenaron a muerte rezaban. Los fariseos rezaban siete veces al día… Un alma que reza puede condenarse, porque de nada sirve permanecer en la antesala si no se cruzan las puertas. Y la puerta del Cielo es la obediencia.
“Yo me imaginaba que…” Naamán se imaginaba que el profeta le obedecería a él. Había traído riquezas más que suficientes para comprar a cinco profetas. Pero al hombre de Dios aquella fortuna no le impresionó. Para “bajarle los humos”, ni tan siquiera salió a recibirlo, sino que le transmitió, por medio de un criado, el consejo más tonto y elemental del mundo: “Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías.
Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes”. Je je je. Más claro… ¡Agua! Naamán, finalmente, renunció a su “espectáculo”, olvidó sus riquezas, se humilló, obedeció, se bañó… ¡Y quedó limpio! No fue milagro del agua: anteayer me contaron el caso de una gitanilla que no se había bañado en veinte años. En el hospital quisieron pasarla por la ducha, y ella advirtió: “¡Ni pensarlo! Yo no me he bañado nunca. Si me bañan, me matan”. La bañaron y, efectivamente, se murió. Pero, en el caso de Naamán, el milagro lo realizó la obediencia.
Nosotros, que somos tan leprosos como el pobre Naamán (¿hace falta que te recuerde tus pecados?) nos estamos acercando al Calvario. El Sacrificio de Cristo es el Jordán en que debemos bañarnos para quedar limpios, y por sus aguas corre una ofrenda de obediencia. No te basta con rezar, ni tan siquiera con realizar obras “buenas”: debes obedecer. Tienes que hacerte con un director espiritual, un sacerdote de confianza, que entienda tu alma, y someterte en todo a lo que él te diga. En ocasiones, se te ocurrirán miles de obras buenas, miles de consejos “mejores” que los recibidos de ese hombre, y dirás, como el sirio: “¿Es que los ríos de Damasco, el Abana y el Farfar, no valen más que toda el agua de Israel?”… Pero los dejarás de lado para obedecer y aplicarte con sencillez a lo mandado. Otras veces pensarás: “¡Voy a ir a decirle lo mismo de siempre, y él me dirá lo mismo de siempre!”… ¡Bendita rutina! Gracias a que fueron fieles a ella, muchos, cuando tras mil “lo de siempre” sucedió lo inesperado, pudieron salvarse porque escucharon las palabras necesarias. No lo retrases más. Busca a ese sacerdote, habla con él, y comienza a convertir tu vida en un sacrificio de obediencia. No descanses hasta que no puedas decir acerca de ti lo que María dijo acerca de sí: “He aquí la esclava del Señor”.